domingo, diciembre 04, 2005

fichas I
Literatura y realidad. Desde el psicoanálisis, escribe Isidoro Vegh sobre Borges, sobre ese texto en que Borges, hablando de la muerte, dice que es “un despertar”, no porque crea en una vida más allá de la vida o más auténtica que la vida, sino porque en la muerte Borges encuentra un alivio de la conciencia y de lo abrumador de la vida real, tan artificiosa ella. ¿Quiere de verdad Borges la muerte? ¿Está hablando en serio de la muerte? Lo importante que Vegh advierte es que en eso que en el texto de Borges aparece escrito no hay un pasaje al acto sino un encuentro con el límite de lo decible. Tentar los límites de lo decible: ahí se produce lo que la literatura –o el arte– puede más y mejor que cualquier otra actividad. Hacer que advenga lo que no tiene cómo darse, pero para que eso ocurra, o para que ocurra como ocurre en la literatura, hace falta una condición básica: que no haya pasaje al acto. El poder de la ficción reside precisamente en todo lo que puede hacer porque simula hacerlo y en verdad no lo hace. Quiero decir: no lo hace materialmente. Y así brinda la posibilidad de que “eso” que podría ser intolerable (si se materializara) se manifieste, exista como posibilidad, pueda cotejarse con las realidades realmente existentes o posibles. No que se manifieste sólo, ni principalmente, como “expresión”, como “descarga” de una subjetividad –sería muy poca cosa–, sino como concreción simbólica o imaginaria, posibilidad latente, y en ese sentido real, en un mundo al que podemos acceder al leerlo y que no es el mundo donde las personas pierden sangre de verdad y de verdad dejan de respirar y empiezan a endurecerse (“la mierda escrita no huele”, dice Barthes). Y entonces la muerte puede efectivamente aparecer como “ese otro despertar” ante nuestra conciencia azorada. Accedemos a eso, al “otro despertar”, en el momento de leer, gracias a que lo escribió Borges, y que lo pensó antes de escribirlo o durante. No importa para el caso –todo lo contrario, lo confirma– el hecho de que, al partir enfermo y viejo hacia Ginebra, Borges dijera que no quería irse, y que lo dijera llorando porque sabía que allá se iba a morir.

• Que la escritura poética tenga lugar en otro nivel o en otra dirección, muy poco aptas para su utilización política, no debe confundirse con el “estar por encima de todo”. Lo digo para quienes le reprochan estar por encima de todo y para quienes lo usan como argumento para sentirse por encima de todo.

Una posibilidad para la crítica: una crítica que reivindique el gusto absoluto. El gusto asumido como algo con derecho propio, por el solo hecho de existir. Hay algo de absoluto en el gusto, de irreductible, y cuando digo “gusto absoluto” digo “esto es bueno para mí, por el motivo que sea es bueno para mí, me doy cuenta de que me resulta bueno, no porque llegué a alguna conclusión sino porque se me impone, vaya a saber cuál es la causa; y de la misma manera puedo decir que esto otro es malo, esto me resulta indiferente o me suscita rechazo, y no hay vuelta, es así y más vale que lo tenga en cuenta en vez de tratar de adaptarme a lo que debiera ser”. Asumido así, como absoluto, el gusto se vuelve más relativo que nunca, no tan paradójicamente, porque lo que el gusto dicta no puede entonces tener validez para quienes con igual derecho disfrutan o padecen otros gustos igualmente absolutos, cientos, miles.
Me llamó la atención cuando, visitando el museo-biblioteca de Olga Orozco, vi qué libros sacaba SD de los estantes: “¿por qué justo ese neoclásico solemne?”, “¿qué le encuentra?”, “¿no le molesta ese tono demasiado ‘alto’, insoportablemente ‘importante’ y ‘serio’, ese envaramiento, esa retórica que se pretende suntuosa y en la que no veo más que un temor a desprenderse de las grandes palabras autorizadas por décadas de prestigio literario?" "¿no le despierta sospechas ese aferramiento pueril a temas que se supone trascendentes?” Pero, y esto es lo que importa, era evidente que a SD esos textos realmente le entusiasman, que le producen un placer cierto, de algún modo responden a alguna necesidad suya que por qué debería descalificar, por qué debería considerar menos legítima que mis propias necesidades de lector, ¿y si fuera yo el incapaz de percibir algo que él siente?, ¿no seré yo el que permite que ciertas prevenciones, o cierta personal historia de la relación que uno tiene con los textos, le esté vedando el acceso a una experiencia que SD sí consigue tener? Algo es seguro: aun cuando en muchas cosas podemos entendernos, nuestras lecturas responden a sensibilidades muy distintas, en gran parte incompatibles. Y yo sólo puedo hablar desde la mía, y está bien que lo haga, es lo mejor que puedo hacer.
Pero ese modo de entender la crítica implica también reconocer que todos tienen sus motivos para preferir lo que prefieren, sea lo que fuere. Preferir Tinelli, por ejemplo: ¿Y si a alguien le pasa realmente algo importante cuando mira Tinelli? O, aunque no fuera importante, por qué desconsiderar los motivos por los cuales prenderse a Tinelli le resulta necesario. Sea, lo acepto, con una condición: que a la vez se me permita decir, “yo no”, “no lo soporto a ese hijo de puta de Tinelli por tal razón, por tal otra y por esta otra más, y tengo derecho a no soportarlo”. Si así fuera, más que nunca se vuelve imprescindible la crítica permanente a todo y desde todos los puntos de vista y los gustos posibles, la confrontación permanente e indeclinable, el debate permanente, vivir en estado de debate. No ocurre eso, está claro: las luchas de facciones por puestos en la agenda de lecturas (o de premios, o de puestos o de posibilidades de publicación, o de acceder a la condición de objeto de estudio en Literatura Argentina II) nada tienen que ver con vivir en estado de debate, aunque son así y todo preferibles al silencio impasible bajo el cual las transacciones y las conspiraciones tienen lugar en pasillos y lobbys, no necesariamente físicos.
Habría un presupuesto, muy difícil de cumplir: no acusar, no imponer. Si digo que lo que escribe Andahazi es chafalonía modelada según las necesidades de un mercado que obedece al consumo macdonald, no debería estar con eso acusando a los lectores de Andahazi, ni siquiera al propio Andahazi: lo que diría es que yo ahí veo chafalonía, estaría exponiendo un modo de sentir y entender. No acuso ni impongo, expongo, y que otros salgan a exponer lo suyo. Sacarse de encima esa tentación, la de instaurarse como referente, la de querer ser autoridad. ¿Se puede? Al menos, no dejar de intentarlo.
Pero eso vale en el plano de lo artístico-literario o en el del puro debate de ideas. No cuando entran en juego los hechos políticos, no cuando lo efectivamente político nos reclama hacernos cargo. Ahí donde está realmente en juego el destino de las personas, donde concretamente tallan los intereses que deciden el destino de las personas: que le renueven o no la concesión a Hadad, que se posibilite o no que el Bauen sea al fin propiedad de sus trabajadores o que se facilite o no la incorporación al Alca. Ahí hay personas de carne y hueso, no ideas, que ganan o pierden. Una pregunta por la que, a mi criterio, pasa el límite al que debe enfrentarse cualquier pluralismo y cualquier tolerancia: qué pasa con el destino de las personas.
Fuera de eso: sentimientos, gustos, creencias, sí. Todos los que sean, que sean, “que mil flores se abran”, como decía Mao décadas antes de la Revolución Cultural Proletaria. No hay otra que la pluralidad, y no porque algún tipo de mandato ético abstracto o puramente teórico lo demande, sino porque el mundo es diverso y plural, y cada vez es más diverso y plural, hasta antropológicamente.
Pero, además, asumir abiertamente ese “yo quiero”, “yo no quiero”, etcétera, nos lleva a prescindir de hipocresías, astucias, estratagemas. Se confronta abiertamente. Nos libera de erudicionismos a los que recurrir para no caer en el bochorno. De suponer que hay que establecer valoraciones, instaurar. No, no hay ni puede haber nada instaurado sino un permanente intercambio, confrontación, juego.
La cuestión básica es que la relación con los textos y las imágenes es siempre personal. Y si no es personal no es nada. Claro que no es exclusivamente personal, nunca, pero cómo asumir bien lo que tiene de no personal la relación con un texto o una obra si no nos reconocemos como miradas condicionadas por nuestras experiencias, nuestros deseos, nuestros compromisos, nuestras carencias, nuestra educación. Lo personal como un reconocimiento a partir del cual se puede empezar a considerar y a hablar de los textos (me refiero a hablar desde la crítica, no a hablar como puede hablar de los textos un lingüista o un sociólogo). En vez de esquivar lo personal, de tratar de sacárselo de encima como una mala costumbre infantil, a partir de lo personal poner en juego, en cuestión o en consideración todo, sea personal o no, como quien se hace cargo de su propio cuerpo, lo que también quiere decir su historia, el lugar del que viene y el lugar en el que está, su tiempo, sus afectos y sus rencores. No para rendirles culto, todo lo contrario: para que se vean, hasta donde sea posible, todos los costados de lo que está en juego ahí.

• La ostentación de la riqueza es una ofensa. Por el solo hecho de la insensibilidad o el desprecio al prójimo que implica ostentar riqueza en un mundo donde hay tantos carecientes. Pero además, y en un plano más sustancial, porque es ostentación, y la ostentación tiene un sentido ofensivo en sí misma, es innecesaria como no sea en tanto afirmación de poder o simulación de poder. O patética necesidad de compensar la carencia de alguna cualidad más importante. ¿Y la ostentación de riqueza cultural?

• Ideología, pero como algo más consistente y real que las ideas mismas. Pienso en ciertos relatos de vida, en ciertas actitudes presentes en ciertas obras que me predisponen bien hacia ellas y me las vuelven disfrutables, aun cuando tenga bastantes motivos para cuestionarlas, por ejemplo la novela de Anguita. Lo que miro en ese caso, lo que se me impone, es qué tipo de espíritu late ahí, cómo es la subjetividad que el texto pone en juego. No la causa concreta que parece reivindicar o evocar afectuosamente el autor (en el caso de Anguita, la lucha armada de los 70), sino qué actitud hacia los demás, hacia sí mismo y hacia el mundo va implícita en ese discurso y que, para mí, dice tanto como las ideas mismas, o más. Alguien que defiende la lucha armada desde una posición de apertura profunda, íntima, al dolor y las necesidades del prójimo, o alguien que la defiende desde la fijación supersticiosa en un sistema de ideas abstractas o desde una ambición personal de poder: eso se nota, eso está, eso se trasluce en los textos. De todos modos estoy hablando de textos, de relatos, de estilos.

• Una de las funciones de la suficiencia es producir insuficiencia en el otro.

• Poesía, aquello que en la poesía es semejante a los ritos de las “culturas primitivas”, o al menos en alguna poesía. Religiosidad. Palabras que adquieren un valor sagrado. A qué llamo un valor sagrado: algo que hay que respetar porque no se sabe qué es.

Una cierta debilidad. Veo el libro en que Pezzoni escribe sobre varios autores a los que evidentemente aprecia mucho o admira y pienso “qué débil se lo vería ahora a Pezzoni”. Hasta qué punto, pienso, sería fácil y verosímil argumentar que sus consideraciones sobre tal poetisa o tal narrador no responden sobre todo a la amistad o el cariño personal, o a algún tipo de compromiso proveniente de la convivencia en el medio literario. ¿Y no podría encontrar eso, en realidad, en mayor o menor medida, en cualquier estudio que alguien haga de un autor o una obra? ¿Sirve de algo? Me parece que no de mucho, o en todo caso no para lo más importante. Al reves: siempre, se me ocurre, el abordaje a una obra o un autor parte de una debilidad, una concesión. Una blandura. El que no flaquea por algún lado no llega a nada, a nada a lo que valga la pena llegar, al menos.

No definir: reconocer. No buscar definiciones, sino reconocer lo que uno ve y siente y piensa. Después, sí, darle vueltas, ponerlo patas para arriba, ver dónde podría encajar u otros modos posibles de verlo, pero reconocer ante todo y sobre todo.

Estupidez. La furia que me despierta a veces la estupidez de las personas. No siempre: ocurre cuando en la estupidez entreveo una elección, un beneficio para el que cumple el papel de estúpido. Se elige ser estúpido, basta ver cómo algunos militantes se prohiben pensar, se ponen el casette y actúan en consecuencia, blindados por completo a todo lo que no venga del formateo discursivo previo (y salen, por ejemplo, a decir que De Gennaro es lo mismo que Bush). O la conductora de TV que convierte en banal cualquier tema, porque ni se le ocurre que podría haber otro modo de verlo: ¿es tonta? ¿por qué después de tantos años, y tantas críticas, sigue siendo tonta? O el quiosquero que, muy convencido, comenta que, si siguen aumentando los salarios, este país no crece porque no van a venir las inversiones: ¿se puso de verdad a pensar lo que leyó en La Nación o lo que le dijo el señor que le compra los Marlboro? ¿No le conviene de algún modo adosarse a esa convicción elaborada por otros? Se elige ser estúpido porque algo hay que ganar con eso, y el que lo elige sabe que algo hay que ganar, aunque no siempre lo sepa conscientemente. Algún beneficio se obtiene: una seguridad, una tranquilidad. Una economía de trabajo mental, menos angustia. ¿Y lo que se pierde con la estupidez? Siempre que algo se gana algo se pierde, usted elija.

• Para evaluar los regímes políticos (Cuba o cualquier otro). Hay algo común a todos, algo que ocurre con cualquier régimen: hay gente a la que le hace mal, gente a la que le hace bien y gente a la que más o menos. Pero todos hacen mal a alguien, así que no vengan a denostar a este régimen o este otro porque alguien la pasa mal, alguien sufre injusticias. Veamos concretamente qué mal hace un régimen (qué clase de mal), y cuánto mal, pero, sobre todo, a quiénes.

• La cuestión, en el fondo, siempre es la misma. Esta obra, este texto, ¿te boludiza o te desboludiza? ¿Te mediocriza o te desmediocriza? O, suponiendo que haga las dos cosas, ¿hasta qué punto? ¿cómo? ¿en qué?

• La mediocridad de las almas, la tendencia a la pereza o la cobardía espiritual, el apego a la ignorancia porque es menos conflictiva, son propios de la especie humana, en cualquier régimen político o sistema de poder. Y los poderes, políticos o de cualquier otro tipo, se sirven mejor de quienes padecen esa condición y tienden a favorecer su proliferación. Lo difícil es, en cualquier sistema, salirse de esa comodidad, aspirar a algo más, a algo mejor, lo que no hay que confundir con volverse individualista. No hay sistema, en todo caso, que no genere mediocres y en el que no pululen los mediocres y en el que, utilizando lo que les permite utilizar el sistema, los mediocres no arruinen la vida de los demás. ¿Y el tipo alienado por la competencia capitalista es menos mediocre? Tal vez en algunas cosas, pero en otras seguro que no. ¿En qué? Esa es la cuestión, y cómo.

El horror. El pibito que en el subte te da un beso de prepo y después te obliga a que le des la mano, en un ademán de forzada intimidad, para obligarte a que le des plata: una atroz muestra de nuestro fracaso como especie. El horror. No hay salvación ante eso, hagas lo que hagas, perdés, y encima él pierde mucho más, ya perdió de entrada y vuelve a perder en cada beso y cada apretón de manos, cada humillación, y en cada rechazo también, y en cada cara de mirar a otro lado. Hagas lo que hagas, la náusea. La tarea, la tarea: mirar como Kurz el horror, sin esperar solución, sabiendo que no la habrá, sabiéndose de antemano condenado. La gran diferencia, la diferencia quizá radical que parte en dos la literatura, es la que se da entre las obras que dan la cara al horror y las que descubren o inventan razones para que sea más vivible la vida: Beckett o Tuñón sería la disyuntiva, Conrad o Bradbury, Saer o Molina, Wilcock o García Lorca. ¿Cómo se lee, después de Apocalypse Now, el lirismo entusiasta de Tuñón, ese ilusorio acceso a una religación amorosa con las cosas y los seres? Se lee a Tuñón para sobrellevar el horror, precisamente. No para olvidarlo, o, en todo caso, no necesariamente para olvidarlo. Sin engaño no hay modo de seguir en la vida, no se puede estar todo el tiempo mirando la verdad cruda, pero cuidado con no echarle de vez en cuando una ojeada.

• ¿Qué es la poesía? Esa tarea que se habilita cuando cede el ego.

6 comentarios:

Daniel dijo...

Impresionante.

DF dijo...

Gracias tocayo, ¿Massei?

Anónimo dijo...

Yo sólo quiero decirle que de un modo que tal vez usted ni siquiera sospecha, este tipo de reflexiones suyas se están convirtiendo en un referente, para mí y por lo visto para otros como Daniel también, que la suya es una de las pocas voces que se escuchan serenamente desconfiadas ante la histeria y la impostación, pero desde un lugar carente de soberbia y de superioridad, el lugar desde el cual es imprescindible situarse para crear y para abrirse a la cración del otro.
No me importa que sea un sentimiento demodée, quiero decirle que este escrito me ha emocionado profundamente.

Tino Hargén dijo...

Yo creo, en base a lo que me pasa a mi, que la vida es nada más que un alivio que uno encuentra ante lo abrumador y lo insportable de tener conciencia de la muerte real.


Muy contento de que hayas abierto este espacio

Julio

DF dijo...

Tino-Julio: hace ya como quince años me di cuenta una noche de eso, de todo lo que hacemos ante la abrumadora evidencia de la muerte real. Ya lo escribieron cientos de señores y señoras que saben más que nosotros, empezando por el viejo judío vienés, pero una cosa es que te lo digan y otra darte cuenta. Fue un momento francamente clave en mi vida, no diré que todo cambió pero tuve otra perspectiva. Desde la muerte de mis viejos, hace no mucho, o en realidad desde un poco antes, desde que empecé a ver cómo decaían, se degradaban físicamente, convivo a diario con esa fea dama, veo cómo avanza en un dolorcito que antes no existía, una desconocida dificultad para moverse, arrugas, menos pelo. No es agradable para nada, pero ya que está es mejor saberlo que no saberlo. Y los alivios son una gran cosa, lo mejor que hay, siempre que uno sepa que son alivios, que no te vas a escapar y que, por eso mismo, mejor disfrutalos. Silvia, mi autoestima sobrepasó el techo y ya debe andar como dos departamentos más arriba. Ojalá que baje despacito para no golpearse mucho. Gracias.

Daniel dijo...

Sí Massei, tocayo. Lamentablemente blogger me perdió todo respeto y apenas me acepta el nombre de pila. Suscribo lo que dice Silvia y de algún modo lo completo: creo que todo es siempre, por definición, discutible. Pero la sola posibilidad de que exista un espacio donde publicar textos escritos así, desde una absoluta honestidad personal, sin ningún filtro y despojados de cualquier impostura, a mí me sigue pareciendo un logro infinito.