viernes, diciembre 16, 2005

Desde que, hace un año, Oscar del Barco, llamaba a "asumir ese acto esencilmente irredimible, la responsabilidad inaudita de haber causado intencionalmente la muerte de un ser humano", refiriéndose muy concretamente a quienes integraron en los años 70 las organizaciones armadas marxistas y peronistas (lo que se sintetiza bajo el nombre de "la guerrilla"), el tema no dejó de ocuparme la cabeza, y más se me fue complicando a medida que más ecos iba teniendo, muchos de ellos bien desafortunados.
Si de algo estoy seguro es de que:
1) ni la posición de Del Barco me conforma ni le dejo de reconocer un trasfondo que merece desplegarse.
2) que el tema me excede por todos lados, en lo teórico y en cuanto a experiencia de vida.
3) que así y todo, algo uno podría ir dejando registrado de las cosas que va viendo, a medida que piensa y repiensa el problema, y que lee y relee las respuestas, las contrarrespuestas y las nuevas intervenciones. No mucho, tratando en lo posible evitar cualquier contribución al ruido, al exhibicionismo a través de temas resonantes o a la descarga personal, pero buscando compartir lo que en medio de todas esas reflexiones uno vislumbra como relativamente libre de ruido y digno de compartirse, hasta que alguien demuestre lo contrario.
Breves apuntes, por lo tanto, apenas para ir pensando una cuestión que se puede tratar de muchas maneras (que hay que tratar de muchas maneras), pero jamás con irresponsabilidad y/o ligereza:
No hay nada que pueda alivianar el hecho de dar muerte a un ser humano. No hay nada que lo vuelva soportable. No hay nadie que, si piensa que tiene derecho a matar, o a quien le da lo mismo matar o no, no merezca repudio. No hay nadie que, si le complace matar, no sea un enemigo radical de la especie.
¿Pero qué pasa cuando no se puede no matar? ¿No habría ocasiones en que no matar es tan criminal como matar o más? ¿No puede ser a veces quien no mata el que "queda limpio" para que los trabajos insoportables, inhumanos, los hagan otros, por lo general los "inferiores"? ¿Estamos de verdad hablando de matar o de otra cosa? ¿No habría detrás del acto de matar algo de lo que depende su sentido, aun cuando siempre sea un fracaso radical sin retorno?
Yo no podría, ciertamente. ¿Pero cómo podría juzgar lo que otros hicieron o hacen en condiciones que nunca me tocaron, y que voy a hacer todo lo que pueda para que nunca me toquen?

miércoles, diciembre 14, 2005

A partir de la visión forastera (por una cuestión de edad), con que la percibe Diego, responsable de dudodetodo.blogspot.com, alcanzo a entrever algo, tal vez significativo, sobre cómo funcionó la operación OL en la literatura argentina, o, más exactamente, en el campo literario. La cuestión sería, más o menos así: para abrir paso a lo que a partir de él apareció como "lo nuevo" (es decir, el ochentismo y/o la transgresión erótico-verbal instaurada como pauta suprema de valor literario), Osvaldo L extremó las posibilidades de un instrumento que ya estaba en funcionamiento, que era muy propio de los usos y costumbres del campo intelectual en los 60 y 70: el patoteo. El patoteo dialéctico, digamos, o discursivo, que Diego identifica con el peronismo pero que estaba lejos de ser practicado sólo por peronistas, y que tiene antecedentes ya en Borges. Dios me libre, al decir "patoteo", de estar esbozando algún tipo de descalificación, como de intentar una reivindicación: hablo de algo que formaba parte de los saberes y los procedimientos disponibles, un recurso, una posición, una postura corporal llevada al territorio de los discursos, como hoy podrían serlo el gesto displiscente o el ademán de "digo lo que me da la gana".
Si se me pidieran ejemplos dudaría mucho, porque lo que tengo en mente es más bien el recuerdo de una atmósfera discursiva, pero probablemente haya que rastrear en algunas de las cosas que en aquellos años escribieron o dijeron Piglia o Briante o Castillo o Alberto Ure, y, muchísimo más, lo escrito y/o dicho por una infinidad de figuras de segunda o tercera línea hoy olvidadas (siempre, y esta es una regla sin excepciones, los rasgos más típicos de una época o de una corriente o tendencia aparecen en las figuras secundarias).
El ejemplo más elocuente que se me ocurre, y todavía en ejercicio, aunque en un nivel más burdo, es Asís, que de algún modo sí puede ser caracterizado como peronista (que el menemiso sea o no peronismo es una discusión teológica que excede mis posibilidades). Otro ejemplo actualmente en ejercicio de las posibilidades del patoteo, si bien en un nivel mucho más elaborado y con una inocultable filiación antiperonista, es Viñas: suele ser una fiesta asistir a su práctica –siempre que no lo afecte a uno, o a los autores que uno estima–, por la batería de procedimientos de que dispone y la gracia y el talento con que sabe usarlos.
En realidad, no eran precisamente los intelectuales peronistas los que más patoteaban en los 60 y 70 –ni Giannuzzi ni Leónidas Lamborghini, que puede ser terminante pero no patotero–, pero es cierto que Osvaldo L le agrega al patoteo intelectual cierta corporalidad crasa y “anticivilizatoria”, cargada de violencia sexual, que sobre todo parece venir de los chochamus de la UOM (y que una parte del peronismo de izquierda también asumió discursivamente en aquellos años, más que nada en los cánticos de las marchas, entre otras cosas para diferenciarse de la pacata izquierda marxista).
En los que siguen la estela abierta por O.L. (o por Literal) el gesto patotero desaparece porque el camino ya está abierto. Quedan en su lugar algo así como una insolencia de chico caprichoso o de aspirante a dandy y un ejercicio de la agudeza intelectual y el ingenio (que también vienen bastante de Borges), por ejemplo en Aira. O aparece encauzado a través de un savoir faire derridiano-barthesiano, es el caso de los editoriales de XUL. Y está además Fogwill, que en los 80 inventó a partir del patoteo sesenta-setentista otra cosa, que muchos quisieron y no pudieron imitar y que él supo ejercer –a veces vuelve a hacerlo– con una exquisitez de orfebre, por lo general irrefutable y a menudo iluminadora (ver, si pudieran conseguirse, sus notas en Vigencia, en El Porteño y en la Primera Plana de Jorge Antonio, o sus intervenciones en polémicas), tal vez asistido por los átomos de witt inglés que lleva en los genes o por su aprendizaje en el espacio laboral de la publicidad y el marketing, aunque algo también tendrá que ver el hastío que la incompetencia y la chapucería parecen producirle.

miércoles, diciembre 07, 2005

"Lo nuevo hoy no se ve, no se percibe", escribe mi amigo C. en una suerte de nota editorial. Se refiere a la situación política de este país y a los disfraces de novedad que recurrentemente a lo largo de la historia suele adoptar "lo viejo" cuando no encuentra otra salida, sin reparar en que si el disfraz es nuevo eso implica que algo al menos hay de nuevo, y aunque fuera para denunciar su condición ocultatoria habría que ver bien de qué se trata y qué aporta, aunque más no sea como síntoma: ¿qué está pasando para que lo viejo deba adoptar ese aspecto? ¿No determina en algo esa vestidura a quien se la pone? ¿No implica algún tipo de compromiso, algún tipo de definición concreta, quiera o no? ¿No lo pone en tensión con fuerzas con las que de otra manera no entraría en tensión? Me refiero a esas fuerzas que no aceptan que algo "nuevo" aparezca ni siquiera como disfraz, y cuando digo "algo nuevo" no pienso realmente en lo nuevo sino en lo que al aparecer insinúa algún peligro para los intereses de los que nos dominan, así sea formalmente. ¿Por qué será que se lanzan con títulos catástrofe a proferir admonitorias señales de alarma? Acaso porque sospechan que, con sólo mostrarse como fachada, eso que rompe el consenso abre una brecha por donde se puede filtrar lo inesperado. ¿No tienen un poco de razón? ¿No es un bien valioso para el poder real la subsistencia de un consenso que impresione como indudable? C. me diría tal vez que lo hacen porque saben que a través de los aprietes pueden asegurar que la fachada quede nada más que en fachada, y es cierto, pero si en la fachada no latiera el rumbo hacia otra cosa no lo harían.
C. es un honesto militante de izquierda, un tipo realmente querible, generoso, que en vez de andar bajando línea hace cosas muy concretas, y lo que hace lo hace sin fijarse si el que lo acompaña comparte sus ideas o no, o si el que se beneficia con lo que hace tiene pegado en la frente tal signo ideológico o tal otro. Pero su sincera indignación ante los dobles discursos y el dolor que le produce ver todo lo que sigue muy mal lo llevan a refugiarse en un cielo abstracto de ideas y principios, que si bien le permite detectar no pocas engañapichangas del poder, también le impide ver el árbol de tanto tener la vista fija en el bosque. Eso que esta ahí singular y concreto, el árbol, con la concreta rugosidad de su tronco, la diferencia con otros árboles, el ruido del viento en las ramas o la amenaza de que se le venga a uno encima: verlo. No necesariamente elegir no verlo implica estrellarse contra él pero tan triste como estrellarse podría ser pasar de largo sin advertir sus particularidades, creer que bastaba con saber que está en el bosque, general e indiferenciado, sin el cual cada árbol no es del todo lo que es pero que no existe si no es como conjunto o sistema de árboles singulares, salvo en la mente del que se queda recitando la palabra "bosque".
Y entonces C vuelve a lamentar que no se haya cumplido el "que se vayan todos", como si el "que se vayan todos" hubiera sido otra cosa que el gruñido de resentimiento rabioso de una mediocresía defraudada por aquellos mismos a los que les habían tolerado cualquier cosa con tal de poder viajar a Miami y pedir "deme dos". Como si lo que reclamaba el "que se vayan todos" no fuera en realidad "que venga una mano fuerte a poner orden y vengarme" o, más aun, "que al país lo administren finalmente los que realmente lo tienen que administrar, los que saben, no los políticos sino los empresarios". No fue eso, ya sé, lo que en el "que se vayan todos" leyó la mayor parte de la izquierda, pero raras veces la mayor parte de la izquierda fue capaz de leer otra cosa que lo que quiso leer.
Creo que es muy cierto que no percibís nada nuevo, querido C. No lo percibís porque no podés, y no podés porque en cierto modo no querés, porque lo que podría haber de nuevo no lo vas a poder ver mientras no aparezca a la vista lo que esperabas previamente que aparezca. En otras palabras, el que está atado a lo viejo sos vos, porque el esquema mental desde el que mirás es tan viejo como los intereses establecidos que buscan vestiduras nuevas para perpetuarse, o más. Y es viejo no por los años que pueda tener sino por la incapacidad para estar en el presente que genera, la imposibilidad de mirar algo sin suponer que ya se sabe qué y cómo es. No vas a saber qué hay de nuevo si no mirás lo que hay, lo que hay realmente y tal como es, si no te permitís sorprenderte o extrañarte. ¿Y que verías entonces? No sé, miralo vos y decime, pero sí puedo apostar a que lo que vas a ver es confuso, contradictorio y, sobre todo, insuficiente, muy insuficiente, insoportablemente insuficiente, pero es mejor verlo que decir que no está, que todo sigue como antes. Y en esto, sí, no me bastan tu honestidad y tus buenas intenciones, o me bastan para entenderte y quererte a vos, pero no, de ningún modo, a la visión que ponen en pie tus palabras: por sus efectos concretos e inevitables, la negación a ver lo realmente nuevo y la facilidad o el goce autosuficiente de identificarlo con lo viejo son siempre suicidas, o, peor todavía, criminales. Por supuesto que no se trata sólo de ver, ni siquiera se trata principalmente de ver, sino de hacer, ya sabemos. Pero proponer una visión en vez de otra es también hacer, en tanto incide en los modos en que, lo que se hace, se hace.

domingo, diciembre 04, 2005

fichas I
Literatura y realidad. Desde el psicoanálisis, escribe Isidoro Vegh sobre Borges, sobre ese texto en que Borges, hablando de la muerte, dice que es “un despertar”, no porque crea en una vida más allá de la vida o más auténtica que la vida, sino porque en la muerte Borges encuentra un alivio de la conciencia y de lo abrumador de la vida real, tan artificiosa ella. ¿Quiere de verdad Borges la muerte? ¿Está hablando en serio de la muerte? Lo importante que Vegh advierte es que en eso que en el texto de Borges aparece escrito no hay un pasaje al acto sino un encuentro con el límite de lo decible. Tentar los límites de lo decible: ahí se produce lo que la literatura –o el arte– puede más y mejor que cualquier otra actividad. Hacer que advenga lo que no tiene cómo darse, pero para que eso ocurra, o para que ocurra como ocurre en la literatura, hace falta una condición básica: que no haya pasaje al acto. El poder de la ficción reside precisamente en todo lo que puede hacer porque simula hacerlo y en verdad no lo hace. Quiero decir: no lo hace materialmente. Y así brinda la posibilidad de que “eso” que podría ser intolerable (si se materializara) se manifieste, exista como posibilidad, pueda cotejarse con las realidades realmente existentes o posibles. No que se manifieste sólo, ni principalmente, como “expresión”, como “descarga” de una subjetividad –sería muy poca cosa–, sino como concreción simbólica o imaginaria, posibilidad latente, y en ese sentido real, en un mundo al que podemos acceder al leerlo y que no es el mundo donde las personas pierden sangre de verdad y de verdad dejan de respirar y empiezan a endurecerse (“la mierda escrita no huele”, dice Barthes). Y entonces la muerte puede efectivamente aparecer como “ese otro despertar” ante nuestra conciencia azorada. Accedemos a eso, al “otro despertar”, en el momento de leer, gracias a que lo escribió Borges, y que lo pensó antes de escribirlo o durante. No importa para el caso –todo lo contrario, lo confirma– el hecho de que, al partir enfermo y viejo hacia Ginebra, Borges dijera que no quería irse, y que lo dijera llorando porque sabía que allá se iba a morir.

• Que la escritura poética tenga lugar en otro nivel o en otra dirección, muy poco aptas para su utilización política, no debe confundirse con el “estar por encima de todo”. Lo digo para quienes le reprochan estar por encima de todo y para quienes lo usan como argumento para sentirse por encima de todo.

Una posibilidad para la crítica: una crítica que reivindique el gusto absoluto. El gusto asumido como algo con derecho propio, por el solo hecho de existir. Hay algo de absoluto en el gusto, de irreductible, y cuando digo “gusto absoluto” digo “esto es bueno para mí, por el motivo que sea es bueno para mí, me doy cuenta de que me resulta bueno, no porque llegué a alguna conclusión sino porque se me impone, vaya a saber cuál es la causa; y de la misma manera puedo decir que esto otro es malo, esto me resulta indiferente o me suscita rechazo, y no hay vuelta, es así y más vale que lo tenga en cuenta en vez de tratar de adaptarme a lo que debiera ser”. Asumido así, como absoluto, el gusto se vuelve más relativo que nunca, no tan paradójicamente, porque lo que el gusto dicta no puede entonces tener validez para quienes con igual derecho disfrutan o padecen otros gustos igualmente absolutos, cientos, miles.
Me llamó la atención cuando, visitando el museo-biblioteca de Olga Orozco, vi qué libros sacaba SD de los estantes: “¿por qué justo ese neoclásico solemne?”, “¿qué le encuentra?”, “¿no le molesta ese tono demasiado ‘alto’, insoportablemente ‘importante’ y ‘serio’, ese envaramiento, esa retórica que se pretende suntuosa y en la que no veo más que un temor a desprenderse de las grandes palabras autorizadas por décadas de prestigio literario?" "¿no le despierta sospechas ese aferramiento pueril a temas que se supone trascendentes?” Pero, y esto es lo que importa, era evidente que a SD esos textos realmente le entusiasman, que le producen un placer cierto, de algún modo responden a alguna necesidad suya que por qué debería descalificar, por qué debería considerar menos legítima que mis propias necesidades de lector, ¿y si fuera yo el incapaz de percibir algo que él siente?, ¿no seré yo el que permite que ciertas prevenciones, o cierta personal historia de la relación que uno tiene con los textos, le esté vedando el acceso a una experiencia que SD sí consigue tener? Algo es seguro: aun cuando en muchas cosas podemos entendernos, nuestras lecturas responden a sensibilidades muy distintas, en gran parte incompatibles. Y yo sólo puedo hablar desde la mía, y está bien que lo haga, es lo mejor que puedo hacer.
Pero ese modo de entender la crítica implica también reconocer que todos tienen sus motivos para preferir lo que prefieren, sea lo que fuere. Preferir Tinelli, por ejemplo: ¿Y si a alguien le pasa realmente algo importante cuando mira Tinelli? O, aunque no fuera importante, por qué desconsiderar los motivos por los cuales prenderse a Tinelli le resulta necesario. Sea, lo acepto, con una condición: que a la vez se me permita decir, “yo no”, “no lo soporto a ese hijo de puta de Tinelli por tal razón, por tal otra y por esta otra más, y tengo derecho a no soportarlo”. Si así fuera, más que nunca se vuelve imprescindible la crítica permanente a todo y desde todos los puntos de vista y los gustos posibles, la confrontación permanente e indeclinable, el debate permanente, vivir en estado de debate. No ocurre eso, está claro: las luchas de facciones por puestos en la agenda de lecturas (o de premios, o de puestos o de posibilidades de publicación, o de acceder a la condición de objeto de estudio en Literatura Argentina II) nada tienen que ver con vivir en estado de debate, aunque son así y todo preferibles al silencio impasible bajo el cual las transacciones y las conspiraciones tienen lugar en pasillos y lobbys, no necesariamente físicos.
Habría un presupuesto, muy difícil de cumplir: no acusar, no imponer. Si digo que lo que escribe Andahazi es chafalonía modelada según las necesidades de un mercado que obedece al consumo macdonald, no debería estar con eso acusando a los lectores de Andahazi, ni siquiera al propio Andahazi: lo que diría es que yo ahí veo chafalonía, estaría exponiendo un modo de sentir y entender. No acuso ni impongo, expongo, y que otros salgan a exponer lo suyo. Sacarse de encima esa tentación, la de instaurarse como referente, la de querer ser autoridad. ¿Se puede? Al menos, no dejar de intentarlo.
Pero eso vale en el plano de lo artístico-literario o en el del puro debate de ideas. No cuando entran en juego los hechos políticos, no cuando lo efectivamente político nos reclama hacernos cargo. Ahí donde está realmente en juego el destino de las personas, donde concretamente tallan los intereses que deciden el destino de las personas: que le renueven o no la concesión a Hadad, que se posibilite o no que el Bauen sea al fin propiedad de sus trabajadores o que se facilite o no la incorporación al Alca. Ahí hay personas de carne y hueso, no ideas, que ganan o pierden. Una pregunta por la que, a mi criterio, pasa el límite al que debe enfrentarse cualquier pluralismo y cualquier tolerancia: qué pasa con el destino de las personas.
Fuera de eso: sentimientos, gustos, creencias, sí. Todos los que sean, que sean, “que mil flores se abran”, como decía Mao décadas antes de la Revolución Cultural Proletaria. No hay otra que la pluralidad, y no porque algún tipo de mandato ético abstracto o puramente teórico lo demande, sino porque el mundo es diverso y plural, y cada vez es más diverso y plural, hasta antropológicamente.
Pero, además, asumir abiertamente ese “yo quiero”, “yo no quiero”, etcétera, nos lleva a prescindir de hipocresías, astucias, estratagemas. Se confronta abiertamente. Nos libera de erudicionismos a los que recurrir para no caer en el bochorno. De suponer que hay que establecer valoraciones, instaurar. No, no hay ni puede haber nada instaurado sino un permanente intercambio, confrontación, juego.
La cuestión básica es que la relación con los textos y las imágenes es siempre personal. Y si no es personal no es nada. Claro que no es exclusivamente personal, nunca, pero cómo asumir bien lo que tiene de no personal la relación con un texto o una obra si no nos reconocemos como miradas condicionadas por nuestras experiencias, nuestros deseos, nuestros compromisos, nuestras carencias, nuestra educación. Lo personal como un reconocimiento a partir del cual se puede empezar a considerar y a hablar de los textos (me refiero a hablar desde la crítica, no a hablar como puede hablar de los textos un lingüista o un sociólogo). En vez de esquivar lo personal, de tratar de sacárselo de encima como una mala costumbre infantil, a partir de lo personal poner en juego, en cuestión o en consideración todo, sea personal o no, como quien se hace cargo de su propio cuerpo, lo que también quiere decir su historia, el lugar del que viene y el lugar en el que está, su tiempo, sus afectos y sus rencores. No para rendirles culto, todo lo contrario: para que se vean, hasta donde sea posible, todos los costados de lo que está en juego ahí.

• La ostentación de la riqueza es una ofensa. Por el solo hecho de la insensibilidad o el desprecio al prójimo que implica ostentar riqueza en un mundo donde hay tantos carecientes. Pero además, y en un plano más sustancial, porque es ostentación, y la ostentación tiene un sentido ofensivo en sí misma, es innecesaria como no sea en tanto afirmación de poder o simulación de poder. O patética necesidad de compensar la carencia de alguna cualidad más importante. ¿Y la ostentación de riqueza cultural?

• Ideología, pero como algo más consistente y real que las ideas mismas. Pienso en ciertos relatos de vida, en ciertas actitudes presentes en ciertas obras que me predisponen bien hacia ellas y me las vuelven disfrutables, aun cuando tenga bastantes motivos para cuestionarlas, por ejemplo la novela de Anguita. Lo que miro en ese caso, lo que se me impone, es qué tipo de espíritu late ahí, cómo es la subjetividad que el texto pone en juego. No la causa concreta que parece reivindicar o evocar afectuosamente el autor (en el caso de Anguita, la lucha armada de los 70), sino qué actitud hacia los demás, hacia sí mismo y hacia el mundo va implícita en ese discurso y que, para mí, dice tanto como las ideas mismas, o más. Alguien que defiende la lucha armada desde una posición de apertura profunda, íntima, al dolor y las necesidades del prójimo, o alguien que la defiende desde la fijación supersticiosa en un sistema de ideas abstractas o desde una ambición personal de poder: eso se nota, eso está, eso se trasluce en los textos. De todos modos estoy hablando de textos, de relatos, de estilos.

• Una de las funciones de la suficiencia es producir insuficiencia en el otro.

• Poesía, aquello que en la poesía es semejante a los ritos de las “culturas primitivas”, o al menos en alguna poesía. Religiosidad. Palabras que adquieren un valor sagrado. A qué llamo un valor sagrado: algo que hay que respetar porque no se sabe qué es.

Una cierta debilidad. Veo el libro en que Pezzoni escribe sobre varios autores a los que evidentemente aprecia mucho o admira y pienso “qué débil se lo vería ahora a Pezzoni”. Hasta qué punto, pienso, sería fácil y verosímil argumentar que sus consideraciones sobre tal poetisa o tal narrador no responden sobre todo a la amistad o el cariño personal, o a algún tipo de compromiso proveniente de la convivencia en el medio literario. ¿Y no podría encontrar eso, en realidad, en mayor o menor medida, en cualquier estudio que alguien haga de un autor o una obra? ¿Sirve de algo? Me parece que no de mucho, o en todo caso no para lo más importante. Al reves: siempre, se me ocurre, el abordaje a una obra o un autor parte de una debilidad, una concesión. Una blandura. El que no flaquea por algún lado no llega a nada, a nada a lo que valga la pena llegar, al menos.

No definir: reconocer. No buscar definiciones, sino reconocer lo que uno ve y siente y piensa. Después, sí, darle vueltas, ponerlo patas para arriba, ver dónde podría encajar u otros modos posibles de verlo, pero reconocer ante todo y sobre todo.

Estupidez. La furia que me despierta a veces la estupidez de las personas. No siempre: ocurre cuando en la estupidez entreveo una elección, un beneficio para el que cumple el papel de estúpido. Se elige ser estúpido, basta ver cómo algunos militantes se prohiben pensar, se ponen el casette y actúan en consecuencia, blindados por completo a todo lo que no venga del formateo discursivo previo (y salen, por ejemplo, a decir que De Gennaro es lo mismo que Bush). O la conductora de TV que convierte en banal cualquier tema, porque ni se le ocurre que podría haber otro modo de verlo: ¿es tonta? ¿por qué después de tantos años, y tantas críticas, sigue siendo tonta? O el quiosquero que, muy convencido, comenta que, si siguen aumentando los salarios, este país no crece porque no van a venir las inversiones: ¿se puso de verdad a pensar lo que leyó en La Nación o lo que le dijo el señor que le compra los Marlboro? ¿No le conviene de algún modo adosarse a esa convicción elaborada por otros? Se elige ser estúpido porque algo hay que ganar con eso, y el que lo elige sabe que algo hay que ganar, aunque no siempre lo sepa conscientemente. Algún beneficio se obtiene: una seguridad, una tranquilidad. Una economía de trabajo mental, menos angustia. ¿Y lo que se pierde con la estupidez? Siempre que algo se gana algo se pierde, usted elija.

• Para evaluar los regímes políticos (Cuba o cualquier otro). Hay algo común a todos, algo que ocurre con cualquier régimen: hay gente a la que le hace mal, gente a la que le hace bien y gente a la que más o menos. Pero todos hacen mal a alguien, así que no vengan a denostar a este régimen o este otro porque alguien la pasa mal, alguien sufre injusticias. Veamos concretamente qué mal hace un régimen (qué clase de mal), y cuánto mal, pero, sobre todo, a quiénes.

• La cuestión, en el fondo, siempre es la misma. Esta obra, este texto, ¿te boludiza o te desboludiza? ¿Te mediocriza o te desmediocriza? O, suponiendo que haga las dos cosas, ¿hasta qué punto? ¿cómo? ¿en qué?

• La mediocridad de las almas, la tendencia a la pereza o la cobardía espiritual, el apego a la ignorancia porque es menos conflictiva, son propios de la especie humana, en cualquier régimen político o sistema de poder. Y los poderes, políticos o de cualquier otro tipo, se sirven mejor de quienes padecen esa condición y tienden a favorecer su proliferación. Lo difícil es, en cualquier sistema, salirse de esa comodidad, aspirar a algo más, a algo mejor, lo que no hay que confundir con volverse individualista. No hay sistema, en todo caso, que no genere mediocres y en el que no pululen los mediocres y en el que, utilizando lo que les permite utilizar el sistema, los mediocres no arruinen la vida de los demás. ¿Y el tipo alienado por la competencia capitalista es menos mediocre? Tal vez en algunas cosas, pero en otras seguro que no. ¿En qué? Esa es la cuestión, y cómo.

El horror. El pibito que en el subte te da un beso de prepo y después te obliga a que le des la mano, en un ademán de forzada intimidad, para obligarte a que le des plata: una atroz muestra de nuestro fracaso como especie. El horror. No hay salvación ante eso, hagas lo que hagas, perdés, y encima él pierde mucho más, ya perdió de entrada y vuelve a perder en cada beso y cada apretón de manos, cada humillación, y en cada rechazo también, y en cada cara de mirar a otro lado. Hagas lo que hagas, la náusea. La tarea, la tarea: mirar como Kurz el horror, sin esperar solución, sabiendo que no la habrá, sabiéndose de antemano condenado. La gran diferencia, la diferencia quizá radical que parte en dos la literatura, es la que se da entre las obras que dan la cara al horror y las que descubren o inventan razones para que sea más vivible la vida: Beckett o Tuñón sería la disyuntiva, Conrad o Bradbury, Saer o Molina, Wilcock o García Lorca. ¿Cómo se lee, después de Apocalypse Now, el lirismo entusiasta de Tuñón, ese ilusorio acceso a una religación amorosa con las cosas y los seres? Se lee a Tuñón para sobrellevar el horror, precisamente. No para olvidarlo, o, en todo caso, no necesariamente para olvidarlo. Sin engaño no hay modo de seguir en la vida, no se puede estar todo el tiempo mirando la verdad cruda, pero cuidado con no echarle de vez en cuando una ojeada.

• ¿Qué es la poesía? Esa tarea que se habilita cuando cede el ego.

sábado, diciembre 03, 2005

Otro espacio en la red se propuso, en cierto momento, convertirse en algo así como un block on line de anotaciones, mucho menos interesadas en intervenir en la realidad (política, cultural, literaria, bloggeril u otra) que en registrar algunos de los movimientos que en la mente de quien esto escribe produce aquello que ve, oye, imagina y -sobre todo- lee, o lo que puede haber visto, oido, imaginado o leído alguna vez. Pensado como "obra en marcha", el proyecto no anduvo, tal vez por culpa del atavismo que conlleva un espacio que había venido cumpliendo otras funciones. Interrupciones no es una continuación de Tómenlo como de quien viene por otros medios, pero no existiría si Tómenlo como de quien viene no hubiera tenido lugar previamente, y en cierto modo sigue remitiéndose a esa presencia un poco fantasmal.