domingo, abril 22, 2007

Escuchar decir nada
(una vieja respuesta nunca enviada y después notas, notas de las notas y algo más) *

Daniel Freidemberg

¿A qué se llama paródico? ¿Sea lo que fuere, qué gravitación tiene en la poesía que se está haciendo en la Argentina? ¿Se lo podría entender como un síntoma de algo que puja por acceder a la palabra, en el campo mismo de lo poético y/o en el de eso que se llama “la sociedad”? ¿Existe, en todo caso, y llámese “parodia” o como se llame, algo que realmente aparezca como nuevo o como distintivo de este momento, si es que pudiera ser determinado? ¿Pierde y/o gana algo la poesía con el cambio? Estas y otras preguntas me suscitó un mensaje que recibí de Selma Cohen, de La Voz del Interior, en febrero de 2002: “Estoy pensando una nota que cuestione un poco la parodia como forma casi excluyente de escritura en la ‘nueva poesía’. El punto de partida es pensar en la publicación de Carroña última forma de Lamborghini como un punto culminante en el consenso tácito que existe en un importante sector de la poesía argentina y, a partir de allí, ver qué pasa con la ‘otra’ poesía. La pregunta concreta sería: ¿Cree usted en la posibilidad de un más allá de la parodia? Y, en caso de que pudiera hablarse de una ‘superación’ de la parodia, esta superación ¿tendría que ver con el ‘resurgimiento’ del sentido de la historia, después de la caída de la teoría del fin de la historia que dominó gran parte de los '90?” Como la respuesta salió muy larga, mandé al diario una versión reducida, de la que aparecieron los tramos principales, y ahí quedó el texto hasta que, revisando archivos, pensé que podía rescatarlo, a pesar de estar bastante datado en un momento peculiar (la efusión política y el excitante clima de incertidumbre que se vivía en la Argentina, la entonces reciente aparición del libro de Lamborghini), porque los interrogantes planteados siguen pareciéndome abiertos. Lo que tuve que agregar para dar alguna cuenta de lo que pasó o repensé en estos tres años me pareció mejor ponerlo en forma de “notas posteriores”, que de paso también me permitirían precisar, completar y complementar unas cuantas cuestiones; pero durante la redacción de esas notas fueron surgiendo apuntes, como coletazos de las cuestiones tratadas, que también quise incluir, aun cuando se disparan en muy diversas direcciones, hacia cuestiones más particulares o más generales, o precisamente por eso. Así que este trabajo es a la vez uno y tres: el texto de 2002, las notas posteriores y los “coletazos”, y en ese orden me parece que su lectura es más eficaz: no yendo a las notas cuando se lee el primer texto sino volviendo a él cuando se leen las notas, y lo mismo con las notas de las notas.
Noviembre de 2005. El texto precedente abría también el anómalo trabajo que viene a continuación, publicado en el número 5 de Plebella (agosto de 2005). Corregí cuatro o cinco desaciertos y unas cuantas expresiones que podían expresarse mejor y alguna que otra idea extendí o recorté en función de evitar confusiones o equívocos. Pero además otras consideraciones me fueron suscitando las relecturas que desde entonces hice del trabajo y los comentarios que recibí, y que me vinieron muy bien: no voy a desperdiciar la oportunidad de agregar nuevos apuntes (“algo más”), por lo que esta larga y complicada propuesta se complica y alarga más. No tres sino cuatro partes ahora, para leer siguiendo el orden anunciado antes, hasta donde se pueda.

Parodia y noventismo
Si entendemos como paródico a un texto que se sostiene en el encuentro polémico con otro texto, que en el hecho de enfrentarse a otro texto encuentra su energía y consistencia, no querría prescindir de la parodia (1). En realidad, cada vez más noto que, menos por elección que por necesidad, recurro a procedimientos paródicos, quizá cumpliendo sin proponérmelo algún mandato de época y sin duda porque en el trabajo de escritura fui viendo que me resultaban irreemplazables para mantener la escritura en vilo. Lo que no implica que no me parezca posible una escritura que vaya “más allá” de la parodia (o “más acá”) o que directamente la omita. No sólo el uso de la parodia no podría ser en sí mismo una garantía de valor poético sino qué poca cosa resultaría la poesía si se prohibiera aspirar a algo más.
El problema es que no veo que lo que llaman “la nueva poesía” (2) asuma la parodia como forma casi excluyente ni mucho menos, aunque algunos de esos poetas o la crítica que los atiende hayan encontrado en ese término un respaldo teórico o aunque en algunos de los poemas adjudicables a ese movimiento aparezca la parodia bien o mal, pero no más que en los de poetas de otras épocas (particularmente los 60, se puede ver lo que en aquellos años escribieron Gelman, Urondo, Giribaldi o César Fernández Moreno, además de, obviamente, Lamborghini). Más bien me da la impresión de que lo que en la pregunta aparece con el nombre de “parodia” es otra cosa (3): un desencanto, una actitud que tiende a desacralizar todo hasta, en algunos casos, no tomar nada en serio, o –avanzando otro paso– una trivialización de la mirada y el pensamiento, una desdramatización cínica que suele resolverse en una estética de la insensibilidad y/o una ética de la indiferencia.
Algo de eso hubo y hay. Es cierto que actitudes así se extendieron mucho y quizá se hayan vuelto dominantes, o al menos las más notorias, entre los poetas surgidos durante los 90 y para la crítica que más se ocupó de ellos. Pero de ningún modo veo que se hayan terminado. Por supuesto, existe gente que escribe sin responder a ese consenso, pero siempre existió, aunque tal vez no fuera la que más se notaba, o la que más notaban el periodismo cultural, las principales cátedras de literatura argentina y los grupos que hegemonizan el “ambiente poético”. El hecho es que no encuentro que el haber dejado atrás la década del 90 implique en la poesía argentina algún cambio importante respecto de la que se veía, por ejemplo, en el 97 o el 98, aunque, como tampoco estoy muy atento, puede que haya algo nuevo y se me esté escapando (4).
En cuanto a que se esté dando algún “resurgimiento del sentido de la historia”, si se quiere decir que en el último año empezó a declinar el dominio del pensamiento neoliberal en la sociedad argentina estoy de acuerdo. Y estoy de acuerdo en que, casualmente o no, fue más o menos simultáneamente con la entronización del neoliberalismo que en el campo literario empezaron a ganar terreno la pose cínica, un desdén activo hacia los valores “humanos” en general y especialmente hacia los que tienen que ver con lo político-social –cosa que no inventaron los “noventistas”, yo lo proponían en los 80 la movida neobarroca o narradores como Aira o Guebel–, el gesto de suficiencia, la valorización de la frivolidad y el desencanto como marcas de superioridad y el menosprecio a la puesta en juego de la subjetividad en la experiencia que la escritura propone (5). Pero, cuando digo casualmente o no, lo digo en serio: me parece demasiado cómodo suponer que los cambios en los principales modos de asumir la poesía y la neoliberalización del país son expresiones de un mismo fenómeno o se corresponden, y ni siquiera aseguraría que corren en la misma dirección, habría que ver caso por caso y situación por situación. Tampoco podría no sospechar que ambas cuestiones deben estar de algún modo relacionadas, pero no me parece importante por ahora averiguar cómo (6).
Acaso, efectivamente, Carroña esté tocando un fondo, esté estableciendo un agotamiento o un punto de no retorno, al lanzarse Lamborghini a deshacer y sabotear su propia obra. El mismo parece anunciarlo: última forma. Parodia de la parodia, reescritura de la reescritura, y, apenas un paso más, ya nada, la nada. Como si, después de haber instalado con un enorme arrojo una revulsión que otros adoptan naturalizada, quisiera destruir ese legado, ¿para evitar su domesticación? En todo caso, Lamborghini escribió siempre y sigue escribiendo como quien se larga al trapecio sin red, cosa que no veo que ocurra a la mayoría de los que invocan su nombre, como suele pasar con los maestros. ¿Se podría decir que con Carroña el propio Lamborghini les cierra ese camino? Quién sabe (7). Prefiero mirar cómo se presentan, cómo funcionan y cómo se desarrollan las cosas y quizá conjeturar, pero sin asignarles un sentido que no sé si tienen.

Notas a principios de 2005
1) Es verdad que en muchos diccionarios “parodia” se define como “imitación burlesca de una obra seria”, o de un estilo o de un género, e incluso sinónimo de “caricatura”. Cuando digo “encuentro polémico con otro texto”, en cambio, me hago cargo de cómo el término viene siendo trabajado por la teoría literaria desde hace varias décadas, y que coincide con la idea que suele sostener Lamborghini (Leónidas): “parodia” como “canto paralelo”, lo que no necesariamente implica burlarse ni carecer de seriedad –aunque a Lamborghini le encanta ejercer la burla y atacar lo que aparece como “serio”– sino hasta puede ser un homenaje, y de algún modo siempre lo es. Una relación de amor-odio, y tantas veces es imposible diferenciar hasta dónde se trata de una cosa o de la otra, o no advertir que se contienen o presuponen. En el caso de “Eva Perón en la hoguera” es un homenaje paradojal –porque parte de subvertir o destripar la palabra oficial de la protagonista–, pero es un homenaje. ¿Y no se podría leer en el Quijote un homenaje a las novelas de caballería, y en el Fausto de Estanislao del Campo un homenaje a Goethe y Gounod?
Tanto o más que como una operación de destitución o subversión de lo que llama “el modelo”, Lamborghini concibe la parodia y la reescritura como confrontación con el modelo, incluso a veces para sostenerlo (la obra que se mira como modelo estaría necesitando ser cotejada con su parodia, ¿alguien parodia algo que considera poco importante?). Eso por una parte, y por la otra una operación para que advenga lo que en el choque con el modelo se desata, las fuerzas que libera el encuentro, lo nuevo o inesperado que permite concretar. Y también algo así como una operación ética: al modelo hay que someterlo cada tanto a crítica, de lo contrario hay motivos para sospechar que no funciona, ni como modelo ni probablemente como propuesta textual; y, si funciona, funciona poco, pobremente en comparación con cómo podría hacerlo al encontrarse con su parodia.

2) Cuando aquí digo “nueva poesía” no hablo de toda la poesía que se viene escribiendo, ni siquiera de la mayor parte, sino de aquella que tienen en cuenta algunos de los discursos más visibles de la crítica periodística y universitaria cuando desde hace algunos años anuncian “poesía joven” o “Poesía de los Noventa”, y que se supone que responde a una serie de características que serían propias del capítulo actual del relato llamado “Historia de la literatura argentina”. Me refiero a un cierto conjunto de poemas, pero, tal como viene planteada la cosa, no hay cómo considerarlos sin tener en cuenta también una cierta lista de nombres de autor y un cierto modo de leer esos poemas y valorar a esos autores; poemas, nombres y modos de leer y valorar que, articulados, conforman un objeto de consideración con peso propio, como antes ocurrió, por ejemplo, con la Generación del Cuarenta, la Generación del Sesenta o el Neobarroco. Para decirlo de otro modo, “Poesía de los Noventa” sería el nombre de una preocupación que gana cuerpo entre poetas, profesores, periodistas y críticos hacia 1998, cuando Punto de Vista publica "Boceto Nº 2 para un... de la poesía argentina actual", de Daniel García Helder y Martín Prieto, una informada y perspicaz mezcla de indagación puntual y visión panorámica que también funciona como manifiesto y folleto promocional, y que van sosteniendo después las reseñas de Delfina Muschietti en Radar Libros, las intervenciones de Ana Porrúa en Punto de Vista y en la Universidad de Mar del Plata y el efecto de confirmación producido por la campaña reactiva de La Guacha. A lo que se suma una serie de definiciones más o menos programáticas de algunos involucrados, entre las que me parece especialmente significativa la reseña de Alejandro Rubio sobre Culo criollo de Rodolfo Edwards en Diario de Poesía (i).
Espero que se entienda, por lo tanto, que, cuando digo “los Noventa”, no pienso en Jaime Arrambide ni en Osvaldo Bossi ni en Adriana Fernández ni en Emiliano Bustos, ni en Roxana Páez ni en Eduardo Ainbinder ni en Andi Nachón, aunque hayan empezado a publicar después de 1990 (y aunque a algunos los mencionen Helder-Prieto, Muschietti o Porrúa). Tampoco en Guillermo Saavedra, Silvio Mattoni, Claudia Masin, Claudia Sastre, Walter Cassara, Pablo Anadón, Horacio Fiebelkorn o Carlos Schilling; ni, pensándolo un poco, en Osvaldo Aguirre. Claro que Aguirre es objetivista, tal vez sea el más puro exponente de lo que recibió el nombre de “objetivismo” en la Argentina, pero identificar objetivismo con Poesía de los Noventa es un lugar común que de tanto repetido naturalizó el malentendido que le dio origen: aunque sea evidente la continuidad entre ambos fenómenos, el objetivismo –hablo de los tres o cuatro primeros libros de Samoilovich, de Bielsa, del Tedesco de Paisajes, de Taborda, de Prieto, de Gabriela Saccone, de los primeros tiempos de Vignoli, de la mayor parte de lo que Helder publicó en libro y, en algunos aspectos, de Fondebrider– implica una poética tentativa, incierta, mientras que el noventismo se mueve sobre terreno seguro, con despreocupación. Por más devastado y/u opaco que se presente, es un terreno cierto, está ahí, no parece haber nada que preguntarse sobre su existencia o sobre qué hacer con eso, es lo que hay, al menos tal como lo presenta la visión que más gusta reconocerse noventista.
“¿Es lo que hay?” parecían murmurar los objetivistas, “es lo que hay” dan por sentado Los Noventa, no sé si divertidos o desafiantes o hastiados. No es el caso ahora de indagar si tienen algo que ver las distintas atmósferas culturales en que podrían haberse formado unos y otros, sino de notar una diferencia que, aun cuando no falten posturas intermedias, me parece decisiva: en unos, una radical inseguridad en la visión que busca captar lo que irrumpe ante los sentidos como quien teme que se desvanezca o que no sea lo que parece, y como si en esa captación buscara evitar su propia disolución, y correspondientemente una relación muy insegura, conjetural, con el lenguaje; y en los otros una seguridad y una soltura notables, “juveniles” –son “animosos” y “ágiles”, al decir de Prieto y Helder–, tal vez porque ya sepan que no hay nada que preguntarse o decidieron que no vale la pena. Claro que, si lo veo así, tampoco Fabián Casas entraría cómodo en “Los Noventa”, ni el Daniel Durand de La maleza que le crece, ni menos aun José Villa.
Casas con su soterrado sentimentalismo, su azoramiento ante el espesor casi impenetrable de la experiencia y su un poco tuñonesca y un poco beat nostalgia de aventura y de absoluto, Villa con su lirismo casi panteísta, su gusto por la palabra delicada: formaron parte ambos, como Durand, del grupo de 18 Whiskys, cuando allá por el 90 ó el 91 irrumpió –es verdad que a partir de una valoración de la poesía objetivista, pero también del descubrimiento de la herencia sesentista que en general neorrománticos, neobarrocos y objetivistas habían confinado al museo de los desaciertos– una poesía más resuelta y vital, dispuesta a hacerse cargo de los elementos del mundo y el lenguaje realmente existentes con los que la poesía más notoriamente existente por ese entonces no sabía qué hacer (o no quería hacer nada). Mucho más en los poemas mismos que en las declaraciones, se abría paso una necesidad de rebobinar hasta un punto anterior, a algo que neobarrocos y objetivistas daban por agotado: la poesía entendida como “experiencia poética”. Lo que importa es aquello que se vive durante la lectura y, correspondientemente, una poesía capaz de emocionar o conmover: lo que mayoritariamente se esperaba de la poesía en los cincuenta y los sesenta. Ofrecer no operaciones de lenguaje, reflexión escandida ni guiños a los colegas o a la crítica sino sensaciones, vivencias, impresiones, “accesos”, a cuya concreción la escritura se subordina. El poema como un acontecimiento no menos vital que intelectual o estético, en cierto modo como una revelación, y aunque el trabajo con la palabra importa, y mucho, importa sobre todo en tanto es capaz de producir ese efecto, lo que a la vez implica negarse a dar al espectáculo escriturario un lugar protagónico o excluyente en la concepción de lo poético.
Tenían razón Helder y Prieto cuando en el ensayo de Punto de Vista citaban para corregirlo mi prólogo a Poesía en la fisura. “La poesía que está surgiendo”, había escrito yo, “es aparentemente más ‘sencilla’ y ‘directa’, no teme parecer ‘vulgar’ o ‘prosaica’ y renuncia a los hermetismos, los juegos de palabras, los eufemismos y los rodeos, a riesgo de caer en la simpleza, la insignificancia y la literalidad”, a lo que ellos respondían: “La verdad, no vemos que renuncien a nada, y menos que menos a los juegos de palabras –frecuentemente montados en alusiones sexuales–; por el contrario, es la atención a las minucias del lenguaje casi lo único capaz de volverlos, en cierta manera, animosos, ágiles y felices. La impresión de cosa-viva que dejan muchos poemas no se debería tanto a los contenidos de la representación cuanto a que se reconoce en los elementos verbales fuerzas cuya acción combinada determina el sentido, eso que cambia y dura en el tiempo como una identidad de la lengua. En otras palabras, dinamismo, energía, vida.” Al margen de la euforia marinettista o publicitaria de la última oración, lo que Helder y Prieto puntualizan es importante, entre otras cosas cuando reconocen que, en el año en que fue escrito, mi prólogo “no podía tener la perspectiva que tenemos ahora”. Poesía en la fisura apareció en 1995, cuando no había versos animosos, ágiles ni felices por ninguna parte y a nadie se le podía ocurrir un nombre como “Belleza y felicidad” para un grupo de poetas; cuando Rubio, Llach, Mariasch y Gambarotta eran todavía asistentes al taller de Carrera y Helder o por ahí andaban; cuando Santiago Vega no se había reinventado en Cucurto y escribía parecido a Casas, en poemas precisos y breves, dedicados amorosamente a registrar modestas y casi milagrosas epifanías en el rodar de una botella de plástico o en la luz de una fotocopiadora. De Giannuzzi y Pound a Osvaldo Lamborghini y Reynaldo Arenas: ahí mete su traviesa nariz de perverso polimorfo el espíritu neobarroco (ii), en cuyo rechazo habían surgido 18 Whiskys y Edwards.
La existencia de dos momentos en “Los Noventa” (uno tentativo y otro asumido) aparece registrada, desde otro ángulo, en la reseña de Rubio: en tanto Edwards vería “el centro de la actualidad” como “un bloque impenetrable”, “los que penetran el bloque son poetas más jóvenes y menos ambiguos en su rechazo a los sesenta”. Y “los sesenta”, siguiendo este argumento, se resumen en Alfredo Carlino, que a su vez significa “la pereza mental del que tiene todo claro” (iii). Dejando para otro momento el interrogante sobre qué habrá leído Rubio cuando leyó a Urondo, a Gelman o a Szpunberg, no era precisamente pereza mental ni claridad lo que Edwards o Casas fueron a buscar a “los sesenta”, sino aire respirable, un lenguaje un poco menos lastrado por los protocolos de lo que Barthes llamó “literatura” (y Borges, citando a Verlaine). Le pidieron a “los sesenta” lo mismo que “los sesenta” encontraron en Vallejo: “un timbre humano, un latido vital y sincero” (iv). Qué hicieron con eso es otra cuestión, o hasta qué punto fue en todos los casos productiva la apuesta, aunque en un aspecto es seguro que lo fue: permitió replantear, al menos por un tiempo y entre alguna gente, el panorama, o lo que se entiende por “poético”; hizo posible poner en duda o desconocer lo que institucionalmente se daba por seguro, volvió a desbaratar la recurrente superstición progresista según la cual a partir de determinado momento ciertas cosas sólo caben en la historia o el museo, en tanto otras habrían quedado instaladas sin retorno.

3) Aunque la pregunta de Selma Cohen no lo manifieste, algo en su formulación –especialmente el rol que le asigna a la parodia– me lleva a vincularla con una serie de voces de alarma que suscitó la difusión del noventismo, por ejemplo en los editoriales de Hablar de Poesía y en algunos trabajos de su director y su editor, o en algunas notas de Fénix o en el prólogo de Pablo Anadón a su antología Señales de la nueva poesía argentina. Alarma ante un agotamiento, una desvirtuación, un envilecimiento y/o una impostura que aparecerían dominando el escenario, pero una alarma que suele conllevar, menos explícitamente y en diversos grados, una nostalgia y/o una necesidad de restauración de un orden, una dignidad o una belleza perdidos, o sacrificados en el altar de la obediencia a tiempos esencialmente antipoéticos, a menudo asociados en estos enfoques a la palabra “parodia”. Aunque la irrupción noventista la potenció, se trata de una reacción que viene de antes: estamos, postulaba Ricardo Herrera en La hora epigonal (1991) “en una realidad que parece dejar margen sólo para la parodia” y en la cual “se hace difícil pedirle a la poesía una vibración de eternidad que no vaya puesta entre comillas, pero habrá que hacerlo –tal vez con la misma cautela y discreción con que Cervantes esbozó su concepción de la heroicidad después de la rotunda bancarrota de la misma en la España del siglo XVII.”
Suponiendo que Herrera se refiera al Quijote cuando dice que Cervantes esbozó su concepción de la heroicidad, ¿no está reconociendo justamente que Cervantes necesitó recurrir a la parodia para hacerlo, porque de otro modo no se sostendría? ¿Que se volvía necesario destruir –desconstruir– la noción de heroicidad para mantenerla viva, casi siguiendo la fórmula de Lamborghini? ¿No se le ocurre que ponerla entre comillas sería una de las maneras menos impostadas, ingenuas o hipócritas de instalar en estos tiempos una “vibración de eternidad”? No puede, probablemente, porque no entra en su programa: “rencor”, “rabia” y “desprecio” es lo que Herrera alcanza a ver, en una línea casi ininterrumpida, como elemento común de una tendencia desacralizante que uniría al sesentismo y el objetivismo, pasando por lo que llama “antipoesía” y “formalismo”, sin siquiera preguntarse, aunque fuera como hipótesis, si no podría haber en esas experiencias otra cosa que no fuera rencor, rabia o desprecio, o capaz de interactuar con el desprecio, el rencor o la rabia. (v)

4) A principios de 2005, creo empezar a advertir indicios que modificarían un poco el panorama de 2002, por ejemplo cambios que flexibilizan algunas de las voces que aparecían más definidas (Mallol, Llach), un pequeño debilitamiento de los consensos y la entrada en escena de poetas que no encajan en las opciones de entonces. No sé si tiene que ver el fin del imperio de la creencia en el fin de la historia (esa reacomodación de las subjetividades, ese no estar del todo en ninguna parte, que suceden a un cataclismo cultural), pero me da la impresión de que en la poesía argentina las cosas están más sueltas que hace tres años, menos determinadas, se habría extendido en algo el espacio para escribir fuera de programa. Pero es apenas eso, una impresión.

5) Lo hice ya varias veces, pero tan significativo me parece aquel temprano anuncio de César Aira que no puedo no citarlo de nuevo. Apareció en 1981 en la contratapa de Ema la cautiva: Aira podía escribir porque había descubierto “una pasión nueva, la pasión por la que pueden cambiarse todas las otras como el dinero se cambia por todas las cosas: la Indiferencia”. En vez de blindar la rosa, como querían muchos sesentistas, allá por el quinto año de la dictadura hubo que blindar la escritura, impermeabilizarla o inmunizarla ante lo que la pudiera solicitar, tal vez para darle alguna posibilidad de ser –cómo moverse sin coraza en un aire como el de la Argentina del 81–, o tal vez porque la sensibilidad parecía no dar para más o se había convertido en coartada para cualquier cosa, o así lo sintieron Aira y algunos más; precisamente los que mejor supieron abrir los más novedosos rumbos por los que transitó la literatura que vino después (¿cumpliendo así la función que les correspondía en tanto vanguardia?).
Sensibilidad cero, un grado cero donde hacer pie y desde el cual todo parece posible, un punto de partida. Desembarazarse de una carga para que alguna productividad se desate, alivianada y dotada de una nueva soltura, de nuevos derechos. Lo que la indiferencia tiene de descompromiso puede tenerlo de libertad, de apertura de horizontes, de posibilidades de juego, y hasta de apuesta a una relación desalienada entre el texto y el lector, según las mil veces citadas declaraciones hechas en 1980 por el maestro de Aira y jefe espiritual de Literal, Osvaldo Lamborghini: “¿Cuál es el gran enemigo? Es González Tuñón: los albañiles que se caen de los andamios, toda esa sanata, la cosa llorona, bolche, quejosa, de lamentarse (...). Es decir, que los escritos tienen que valer por el sufrimiento que venden y por las causas nobles de ese sufrimiento.”
No ofertar sufrimiento al mercado de lecturas fáciles o complacientes, entonces, no ofertar afiliación a causas nobles o portación de buenos sentimientos, pero esa es sólo la mitad de la idea; la otra está condensada en la bien vanguardista fórmula “el gran enemigo”. Tiene mucho que ver con el carácter de instrumento de guerra con el que fue concebido, especialmente en Literal, el cuerpo principal de las poéticas que voy a llamar “ochentistas”. Ocurrió muchas veces: aquello mismo que, tomado como punto de partida o como disparador, abre posibilidades y despeja malentendidos o jugarretas, convertido en norma o parámetro cierra y prohíbe, a la que vez que modela, impone, dicta, sanciona, santifica. Y esto ocurrió porque, sea por la coyuntura histórica –debilitamiento de la dictadura, principios del retorno a la democracia– o por algún otro motivo, al poco tiempo de aparecer el “ochentismo” ganó los espacios más visibles y prestigiosos del campo literario: el alivio de la opresión dejaba ver en la institución literatura un vacío que era necesario llenar, y había con qué: con lo que exactamente la época estaba parecía estar reclamando, lo que se había ido conformando oscuramente en los rincones y los intersticios, y desde ahí filtrándose oblicuamente hacia zonas de mayor visibilidad, con la fuerza de lo que responde a algún tipo de necesidad, como oblicuamente se mueve y se filtra un sentido oscuro –barroso– por detrás o en derredor de la renuncia al sentido de la que toma su fuerza el semilíquido e indetenible limo verbal de Perlongher.
El propio concepto de “literatura” o la idea de qué se puede esperar de la literatura cambia en los ochenta, pasa a ser otra cosa distinta, al menos para muchos integrantes del campo literario, pero basta apartarse un poco del consenso establecido en torno de la inexorabilidad de esa mutación para advertir que se trata de una posibilidad como otras, no por inusitada o disruptiva menos coyuntural ni limitada, aunque sí limitadora toda vez que queda instituida como medida de valor. Un aparato de “órdenes de lectura” (fórmula usada por Antonio Marimón para referirse a Osvaldo Lamborghini) se abre paso junto con la productividad textual y, al imponerse como se impuso, funciona como suelen funcionar las vanguardias en el poder: nada que les resulte ajeno entra en el campo de lo que se puede llamar “literatura”, todo lo que participe de la onda viene ya con un handicap alto, aun pavadas o imposturas que, si no contaran con esa autorización, nadie iba a considerar seriamente.
El costado interdictor, instalador de tabúes: la descalificación a priori de toda puesta en juego de sentimientos o de todo texto que no excluya evidentemente cualquier ejercicio de alguna sensibilidad, sobre todo de carácter social, la identificación automática de la sensibilidad, los sentimientos y la preocupación social (o un mínimo indicio de simpatía hacia alguna ideología más o menos emancipadora) con la chapucería que vende sufrimiento o busca rédito en las causas nobles, su confinamiento en los anaqueles de la ingenuidad, la estupidez o lo extraliterario (vi). Y el costado avalador, facilitador: el hoy olvidado boom de Emeterio Cerro, la “tontería para consumo de café concert de gays”, según las palabras que usó Fogwill para distinguir por dónde “se puede trazar el límite entre qué es y qué no es literatura”, y de paso hacer notar “lo que diferencia a Arturo (Carrera) de Cerro”.
Por supuesto que “literatura”, tal como la usa ahí Fogwill, no remite a la institución sino a cierta productividad, a la capacidad de hacer aparecer algo que reclama lugar, es algo que tiene que ver con la necesariedad y la consistencia. Casualmente o no, en Cerro y Carrera se podrían ver dos extremos de lo que en Argentina fue el neobarroco: el más y el menos típico, respectivamente, el más y el menos programático y autosuficiente. Mayor o menor programatismo y autosuficiencia: refiriéndose a Palacio de los aplausos, el poema teatral que escribió a dúo con Osvaldo Lamborghini hacia 1981, Carrera decía hace no mucho que a sus escritos de aquellos años los veía ahora demasiado atrapados en “el concepto” (con todo lo que de limitador, empobrecedor y demasiado fuerte tiene el “concepto”, tal como lo entiende Bonnefoy), y que entre lo de entonces y su poesía actual hubo un proceso como de salir del concepto para ir a una palabra más plena, más vivible, más atenta a las íntimas necesidades de su propio movimiento y más humilde ante el mundo. Yo creí ver el relato de un descubrimiento, un alivio y una liberación. ¿De qué? De una “soberbia definidora”. ¿“El poeta como el que define”?, le pregunté a Carrera en un mail y contestó que sí (“preferiría hablar, sí, de cierta soberbia, sí, en aquellos libros primeros”). La palabra como máquina bélica, la escritura como intervención, política pero sólo en el sentido de pugna por un poder, y como autoimposición, no –a decir verdad– en la sociedad sino en el campo literario y/o en la institución literatura. No querría que se lo viera como un juicio moral sino como la descripción de una necesidad que algunos escritores tuvieron en determinado momento: había que establecer algo y lo hicieron. Es buscando para la poesía un espacio donde no importen esas órdenes de lectura, precisamente, que irrumpen los primeros noventistas, más por falta de interés en la oferta que por querer mostrarse diferentes. Con los noventistas más jóvenes, en cambio, las relaciones con la institución se han vuelto más flexibles, mutuamente respetuosas y cercanas, entre otras cosas porque la propia institución cambió.

6) El hecho es que, por coincidencia o porque algún tipo de relación causa-efecto se haya dado, la presencia de lo político y lo social es cada vez mayor en la poesía argentina de los últimos cinco o seis años (Tedesco, Fogwill, Bellessi, Cella, Raimondi, Gambarotta, Aguirre, Chacón, Gaya, Medrano, Díaz, Edwards, Bustos y hasta, más tangencialmente, Carrera), pero dentro de esa reaparición lo más singular es cómo se presenta en algunos de los poetas más paradigmáticamente noventistas (y dejando de lado Poesía civil, de Raimondi, que es un caso muy particular): no, como en Bellessi o Tedesco, como fuente de inquietud o como núcleo de significación que pone en movimiento a la escritura, sino como provisión de elementos para una profusa y pintoresca coloración referencial en la que los poemas parecen encontrar su principal sostén –“Arnaut en Cachaca” es un ejemplo claro–, y que incluye tanto a políticos, personajes sociales y figuras históricas como a estrellas de TV, futbolistas y, muy notoriamente, nombres de integrantes de la comunidad literaria local, incluidos los propios compañeros de promoción noventista, a la manera de guiños a la complicidad de un cierto público. ¿Se trata de “penetrar el bloque de la actualidad”, como si constituyera un fin en sí mismo? ¿Son, efectivamente, guiños generacionales y/o para la corporación? Si lo fueran, ¿a qué responde la cortedad de miras que estarían indicando? ¿Obediencia a un programa? ¿Tentativa de probar qué pasa cuando el proyecto se extrema? ¿Dejar sentado que aspirar a otra cosa es –o se ha vuelto– imposible, vano, ilusorio, dadas las condiciones de la época?
Tal vez, y tal vez junto con las otras posibilidades, la operación consista en mostrar. Serían actos de mostración, como lo entienden Nicolás Rosa y Carrera cuando recuerdan que “monstruo” está vinculado a “mostrar espectacularmente”. Lo monstruoso y lo espectacular, un obligar a ver no lo invisible sino lo que está muy a la vista, un dispositivo de saturación que impida el ensueño o la extrañeza y hasta quizá un ejercicio de violencia sobre el lector para que se las aguante y se haga cargo, como lo viene haciendo una franja de las artes plásticas desde el pop art en adelante (con antecedentes ya en Duchamp). O bien, o a la vez –no son propuestas contradictorias, aunque tampoco son lo mismo– un esteticismo avant garde: lo banal y seriado, lo que no encierra sorpresa ni revelación, presentado como objeto estéticamente dispuesto a una apreciación sofisticada es algo que tienen en común cierto pop art y poetas del segundo “noventismo” argentino como Cecilia Pavón. Intervención shockeante por mostración, o estetización mediante una mirada y un pensamiento libres de drama existencial: como sea, nunca, desde el mingitorio de Duchamp, dejó de mediar una voluntaria fe del espectador (más en el artista o en el espacio artístico que en la obra), una previa donación de confianza o delegación de autoridad, que en el arte pop o conceptual suele basarse en la publicidad, en la moda o en el aparato de la teoría y la crítica, o incluso –en el caso de León Ferrari, por ejemplo– en una visión ingenuamente extra-artística, “contenidista”. Habría que pensar qué sería necesario para que en la poesía se diera algo así.

7) Siendo, como es, un punto extremo en la obra de Lamborghini –pero no el único punto extremo–, está claro hoy que Carroña no abrió ni cerró nada en esa obra siempre cambiante y siempre imprevisible, ni mucho menos marcó algún punto de no retorno en el resto de la poesía argentina actual ni parece haber tenido efecto alguno en ella. Sí, en cambio, quizá permita ratificar que L.L. siempre va más lejos y más a fondo que sus seguidores. Si su antilirismo, su trabajo con la impersonalidad y su gusto por lo grotesco y lo irrisorio despejaron el camino a muchos de los que escriben actualmente, el propio Lamborghini actúa como si cualquier camino despejado le resultara intransitable, y esa es justamente la actitud que lleva al colmo y pone a la vista cuando hace Carroña. No veo que haya muchos, y menos aun entre los seguidores de Lamborghini –salvo quizá Fogwill–, que se haya propuesto algo así: destruirse a sí mismo, boicotear cualquier tentación de tomarse muy en serio. Creo que Lamborghini puede hacerlo porque es una máquina que trabaja sola, respondiendo a sus propias obsesiones o a lo que le manda hacer el encuentro con la letra. No tiene lectores ni críticos a los que debe responder: los crea. No busca representar a la época, estar actualizado, hablar en nombre de una generación o fundar nada. No me parece que sea como tarea militante, para dar cuenta de un acontecimiento histórico ni para revolucionar la escritura poética argentina que a mediados de los 50 asume el peronismo en Las patas en las fuentes, sino porque hace caso a la sensación de que hay algo –una fuerza profunda, un conglomerado de significaciones– que necesita abrirse paso y encontrar un campo de despliegue en la selva del lenguaje poético, o del lenguaje a secas. Nunca en las reflexiones de Lamborghini aparece el rol que ocupa o la tarea que cumple: siempre se trata de obedecer a una suerte de fatalidad, de no desconocer lo que pugna por manifestarse y como tal choca con los clisés y las poéticas aceptadas. (vii)

Coletazos
i) Por la elección de autores y textos y por el propio prólogo de Carrera, la antología Monstruos me parece que entra sólo sesgadamente en la serie. Sí, en cambio, los ensayos de Anahí Mallol en la segunda parte de El poema y su doble, aunque con la particularidad de que el trabajo de Mallol llega bastante después, cuando el consenso está asentado, tanto que hasta anuncia que “la poesía de los 90 ya fue”. Y aunque el gesto confirma y contribuye a instituir el relato (“ya fue, porque fue importante, porque logró articular una manera propia de decir”), las consideraciones que los ensayos van haciendo ponen explícitamente en cuestión varias de las cosas que sostienen Helder-Prieto y Porrúa, se oponen a Rubio al postular la existencia de “un nuevo lirismo” y someten todo a una mirada más insegura, relativa e interrogante, dejando un mayor espacio abierto a nuevas consideraciones. En cuanto a “Poesía argentina actual: del neobarroco al objetivismo (y más allá)”, de Edgardo Dobry, el problema es que, aunque cita a "Boceto Nº 2” y aparenta estar en línea con sus autores, pasa por alto una gran parte de las matizaciones y los contrastes que Helder y Prieto plantean, hasta el punto de contradecirlos –la contradicción es aun más fuerte con Mallol– al encuadrar a toda la poesía de los noventa dentro del objetivismo y considerarla apegada a la literalidad referencial y lanzada a una ruptura radical con el neobarroco (no sin reconocer, de todos modos, alguna influencia de Carrera y Perlongher). De todos modos, Dobry y Mallol concuerdan con Helder-Prieto, Muschietti y Porrúa en dar por sentado que no existe poesía escrita en la Argentina en los 90 fuera del cuadro que describen (o, si la hay, no merece atención). “Los poetas nacidos durante los 60 reaccionan visiblemente contra esa estética (el neobarroco)” escribe Dobry. ¿Todos los nacidos en los 60?

ii) Más que referirme al neobarroco estrictamente, aunque abarcándolo, uso el término como sinécdoque de un movimiento mayor, que también llamo “ochentismo”, cuyo primer paso importante, ya en los 70, habría sido Literal y que incluye al menor de los Lamborghini, Aira, el neoconcretismo, la antología Nuevo verso argentino, la tendencias literarias y los nombres de autor predominantes en Vuelta Sudamericana, Fin de Siglo, el suplemento literario de Tiempo Argentino y Babel, algunos tramos en el pensamiento de Ludmer, Rosa, Panesi, Libertella, Martini Real y Cangi, los espectáculos del Parakultural o los dos libros de poemas que Fogwill quitó de su obra y algunos de sus cuentos. Algo así como una ideología (paradojalmente, asentada a menudo en el combate contra la intromisión de lo ideológico en lo literario), una actitud anterior a la escritura o subyacente en ella –y en la lectura a que apunta– que implica dar prioridad a algunos valores y descartar otros: juego, gratuidad, inmanencia, amoralidad, atención puesta en la superficie textual y en los procedimientos, revalorización de la retórica, gusto por lo menor y lo trivial, lo ambiguo y lo intrascendente, rechazo de la intensidad y el vitalismo, una moral que positiviza el exceso y la transgresión (no necesariamente todos presentes en todos los textos, por si hiciera falta aclararlo, ni siempre con el mismo grado de presencia, y tamizado todo por lo que de propio tiene la escritura de cada autor y su personalísima relación con la literatura). Si es evidente una aun más festiva y “aligerada” reactualización de esa herencia en Cucurto o Belleza y Felicidad, también contrasta la destreza de Cucurto para divertir y mostrar habilidad, suficiencia y gracia con la desvalida capacidad de sorprenderse e indagar por alguna posible significación en las cosas que pone en juego Gambarotta en Seudo y su trabajo con el silencio y la incompletud, como para advertir que, aunque la reinstauración del neobarroco es un rasgo del noventismo “más joven”, no por eso lo define, ni está presente en todos los casos.

iii) Lo que Edwards encuentra en Carlino, y es evidente que no tanto en los poemas que escribe Carlino como en la persona que aparece recitándolos (su poesía es apenas un aspecto de esa suerte de performance permanente que es Carlino), es una robusta y comunicativa energía vital que en el ambiente literario falta, una afiliación clara a la cultura popular entendida como modo cotidiano de vida, la ausencia del gesto cínico o del ademán de “estar por encima” que Edwards conoció a su paso por la carrera de Letras, la falta de recelo. En algunos aspectos Edwards lo encuentra también, y con más peso en su propia producción poética, en los tres Fernández Moreno, sobre todo en los dos últimos, y el descubrimiento de Manrique Fernández Moreno es algo que comparte con Helder. Pero Helder lo incorpora a una política de conquista y transformación de la institución “poesía”, de la que Edwards sólo quería desprenderse, quizá en busca –y quizá ingenuamente– de un espacio menos acotado o especializado de circulación de los textos que permitiera un encuentro menos especulativo y más inmediato entre el texto y el lector. En el marco de ese solitario combate a la vez estético y político, sería quizá posible leer “Los pichones de Morrison” como una respuesta a Rubio (y a lo que Rubio establece como su grupo) en la que Edwards entendería que es la lucha de clases lo que decide la interna de su generación: “no sé qué pasa con estos hijos de psicólogas/ que patean el tablero/ como ungidos por altísima misión/ estrenan sus botines nuevos/ apuntando el balón a la joroba/ de ancianas comadres de barrio/ padres y señores/ de nuestros campos arrasados/ por sus palabras limpias y eufónicas/ con sonido digital/ por su simpatía a prueba de garrote/ hegemónicos como atenienses/ tiran la piedra y esconden la mano/ denuncian los atropellos de sus guardaespaldas/ defienden los derechos de sus esclavas/ ante las instituciones republicanas/ (...) los pichones de Morrison/ pintan naturalezas muertas/ logran la más acabada forma de realismo/ negocian/ trascienden/ (...) // nuevamente en la historia/ son ellos/ o nosotros”.
No sé si no ver incluso una polémica tácita entre el texto de Rubio y la contratapa de La ruptura, de Ezequiel Alemián (1997), donde Casas aprovecha para arremeter contra “cierto facilismo que se ha instalado en la joven poesía argentina a la hora de escribir poemas largos. Poemas kilométricos que, como en una feria americana –y en un zapping vertiginoso similar a la estética de MTV–, contienen tanto a Lucho Avilés como a Black Francis, de los Pixies”. No precisamente en la cuestión de la extensión estaría la polémica sino en las expresiones “feria americana”, “zapping vertiginoso”, “estética de MTV”, “Lucho Avilés” y “Black Francis, de los Pixies” y en el anuncio de que detrás de todo eso hay “facilismo”. Y hasta, no sin malevolencia, no sé si también no verlo en el comentario de La experiencia de la vida, de Leónidas Lamborghini, que Casas publicó en Diario de Poesía en el 2004: “La tragedia de los Lamborghini. Un hermano –Osvaldo– que tiene que orbitar el modelo –Leónidas– como los bichos de campo revolotean en torno de un gran farol”. Si por la valoración de Osvaldo Lamborghini pasa, en parte, la línea divisoria entre la primera y la segunda mitad de Los Noventa, Casas parece dispuesto a marcar los campos: “Hoy en día es probable que Osvaldo Lamborghini sea más ‘popular’ que Leónidas. Autor de una obra muy irregular, parece más bien un puro estilo que un pathos poderoso. Una obra astillada, atomizada, hecha más para ser resumida en breves slogans, que para ser leída con admiración y en silencio. (...) Pero es verdad, la obra de Leónidas no tiene el ‘glamour’ de los textos de su hermano.” Ahí, en la actitud hacia el glamour –el de O.L. pero también el glamour en general– habría una diferencia tajante entre el núcleo más característico del primer noventismo y gran parte de lo que entra en el segundo. Y también en la posición a tomar ante nociones tales como “puro estilo”, “leer con admiración y silencio” y “pathos poderoso”.

iv) “Hemos sentido una ausencia de entusiasmo que se manifiesta en una escritura hermética”, decía Osvaldo Bossi, en la época en que integraba 18 Whiskys, de quienes los precedieron y a quienes llamaba “poetas del setenta” (aunque eran de los 80). “No nos identificamos con los poetas del setenta. No es culpa de ellos. Son otras las cosas que nos reflejaron: el rock, los comics, incluso los programas de televisión. (...) Se ha dicho que algunas generaciones vienen de una derrota. Nosotros ya no sabemos si somos nietos o bisnietos de una derrota. Si alguna función tiene la poesía en la sociedad, tal vez ésta sea mantener el sueño, el deseo, la esperanza de cambiar el mundo cueste lo que cueste con hechos vitales y esenciales". Se puede estar de acuerdo o no, lo importante es que ahí aparece una necesidad, y es la irrupción de una necesidad lo que mejor suele desbaratar los consensos, en este caso el que incluía a neobarrocos y objetivistas en torno del rechazo a “lo vital”. Que lo que Rubio ve en los sesenta y en el interés del primer noventismo hacia los sesenta no sea una necesidad de “hechos vitales” sino la pereza del que tiene todo claro me suena a una repetición de la historia, porque se parece a la visión de los sesenta que tenían los ochentistas: "escribimos en un lenguaje sin despotismos", decía Carrera en el 88, para explicar qué aportaba de nuevo el neobarroco.
Lo que me pregunto, de todos modos, es en qué sería inconciliable el rescate del “sesentismo” con la entrada en el “bloque de la actualidad”, y por qué alcanzar la actualidad sería tan importante para la poesía. Dejo de lado que la palabra “actualidad” no designa al inaprehensible tiempo presente sino al variado friso móvil que dibujan para nosotros los diarios, la radio, la televisión y las revistas, y acepto que se refiera al mundo concreto e inmediato en que nos movemos, con sus problemas y contradicciones diferentes de los de otras épocas, a la vida que se está viviendo realmente, sobre todo la que vive realmente la gente de entre veinte y cuarenta años. Sea ese el sentido que le da, o los dos, el hecho es que acceder a su “centro” aparece como más que necesario en el texto de Rubio, que a su vez empalma con otras afirmaciones suyas y con algo que me contaron que dijo Gambarotta: “yo leo a los clásicos, leo a mi generación”. ¿Qué se está proponiendo, quiero decir, cuando se pone tanto el acento en la función “actualizar”? ¿Ser capaces de mirar lo que uno tiene adelante, lo que sea, sin negar nada, asumir la escena, como quien asume un desafío o se hace cargo de lo ineludible, tal vez para desentrañarlo? ¿O significa más bien aceptar el paquete tal como a uno se lo dan, ser su vocero, no incurrir en pecado de anacronía o desubicación? Si leo la mayor parte de la poesía de Rubio o Gambarotta diría que lo primero, pero diría que lo segundo si leo algunas de sus declaraciones o voy a lo que escriben otros noventistas, por ejemplo Morfes o Timo Berger, o el Llach de “Joda y Espiral” y “Arnaut en Cachaca”.
Supongamos que no son dos opciones excluyentes, porque efectivamente no lo son (es muy fácil pasar de una a la otra y hasta leer un mismo texto como si respondiera a cualquiera de las dos). ¿Por qué requerirían limpiarse de sesentismo? ¿De qué estaría haciendo falta desprenderse? ¿De una disconformidad con lo que hay? ¿De una distancia? ¿O de un apego ingenuo o pulsilánime a un modelo caduco? Ni en Edwards ni en Casas ni en Villa ni en Durán –hablo de sus poemas– encuentro indicios de ese apego, y en cambio sí una falta de adecuación temporal, como también la presentaban los sesentistas, al menos los mejores, respecto de su época, y que desde el romanticismo en adelante es propio de la mayor parte de la poesía, dadas las altas posibilidades que ofrece al producir una relación crítica entre la subjetividad poética y el presente. No sólo en lo ético o lo ideológico sino también, y sobre todo, en función de una productividad literaria, en tanto, al ver la actualidad desde afuera –en realidad desde adentro y afuera a la vez– la visión se complejiza o enriquece.
¿No es consustancial a la poesía una cierta inadecuación con el mundo en que se mueve y hasta una incapacidad de comprenderlo, un no saber moverse bien? No, no lo es, ni tendría por qué serlo, aun cuando la mayor parte de la poesía moderna suponga esa actitud, ni sé si realmente eso es lo que Rubio llama a sacarse de encima. Y tampoco sabría decir qué quiere Rubio realmente: teniendo en cuenta que en su nota hace cosas como incluir dentro de la poesía popular a la gauchesca, emplear los términos “popular” y “populista” como si fueran sinónimos y considerar “populista” al sesenta, hay motivos para cuando menos abstenerse de sacar conclusiones firmes sobre lo que dice, porque vaya uno a saber a qué se estará refiriendo. Lo significativo es otra cosa, el ademán, la operación misma: ellos, los de antes, se hacían demasiado problema con cosas que a nosotros, jóvenes animosos, realistas y despreocupados, no nos inquietan, somos una nueva generación, somos libres.
Que de algún modo eso está presente en el trabajo de Rubio me parece evidente, aunque no sé hasta dónde, o en qué medida mi imaginación o mis prejuicios le dan más importancia de la que tiene. Pero supongamos que Rubio anuncia el advenimiento de una libertad sin límites –que coincide bastante con la desprejuiciada capacidad de hacer lo que se les dé la gana que habrían conquistado, según Prieto y Helder, Los Noventa–, supongamos que hay poetas que ven la actualidad como una propiedad a explotar, no un problema ni un enigma, supongamos todo eso para avanzar un paso más y dejar plantado un interrogante: qué se pierde al mirar las cosas desde el absoluto presente, o, más aun, desde la creencia de que eso es posible. Acaso ayuden a encontrar una respuesta Prieto y Helder: “En las (poéticas) de ahora no hay, previsiblemente, ningún tipo de idealismo: la piedad y el pudor no cuentan para nada. Se los sabe por lo demás agentes de restricción en todos los niveles.” ¿Piedad y pudor equivalen a idealismo? ¿Y únicamente como agentes de restricción se los puede ver? Y aunque lo fueran, ¿no saben Prieto y Helder –sé que lo saben– que no hay escritura poética que para desencadenarse no necesite de una restricción?

v) No seré yo quien le reproche a Herrera que salga a defender los valores que le importan o que le enojen las políticas de imposición de la novedad o la sujeción del pensamiento y la creación a la conveniencia del momento: lo que estoy tratando es de exponer las limitaciones de una actitud que, en su atrincheramiento defensivo, cierra, paraliza y vela tanto como protege. Los profesionales del desdén y la burla sin duda existen, y son muy activos, tienen prensa y cátedras, y el ácido esterilizante de su mala leche contamina buena parte de lo que se escribe y se piensa en la Argentina, pero no necesariamente hay que ubicar en esa movida –al margen de lo que ellos mismos opinen– a todos los que asumen el desencanto o la falta de resonancias como un suelo a explorar, un material a trabajar o un nuevo punto de partida.
El problema, como suele ocurrir, es la imposibilidad de leer (si leer es algo distinto que volver a encontrar lo que ya se encontró, de gratificarse con su ratificación), una incapacidad programática de atender a aquello que podría estar proponiendo cada texto, al margen de la propuesta poética que argumente para justificar su existencia, e incluso de advertir las razones de ser y las posibilidades de poeticidad de las propuestas mismas. Replegarse en un patrimonio que se domina o con el cual uno se identifica puede impedir el acceso a formas de poeticidad hasta ahora desconocidas o descubrir qué puede tener de interesante o productivo aquello que no concuerda con lo que hasta ahora uno llamaba “poesía” o “belleza”. O descubrir que, aunque un texto no tenga los valores que nos permitían apreciar otros textos, podría tener otros que no se nos había ocurrido considerar.
“Si no está lo que a mí me interesaba antes de leer, no vale”: una lectura previa a la lectura que, si se mira un poco, es bastante simétrica al entusiasmo acrítico con que presentan el noventismo Helder-Prieto o Muschietti y al aun más acrítico consenso que rápidamente obtienen, como si ambas posiciones se necesitaran una a la otra, o se reforzaran. Es notable hasta qué punto, con preferencias antagónicas, el prólogo de Anadón y el manifiesto personal que Rubio escribió para Monstruos –y que Anadón cita– coinciden en su diagnóstico: por un lado, arrojada y pujante (y consensuada por la universidad y el periodismo), una nueva conciencia radicalmente antilírica, y por el lado contrario un asentado lirismo que se niega a desaparecer, para uno arrinconado en una resistencia poco menos que secreta, para el otro anacrónico, caduco, out.

vi) ¿Cómo encajaría ahí entonces “Hay cadáveres” de Perlongher? ¿Y Arturo y yo de Carrera? ¿Y “La liberación de unas mujeres” de Fogwill? Es que no hay escuela, movimiento ni tendencia a los que, al resolverse concretamente en textos, no se les filtre aquello que quieren proscribir, sobre todo en sus integrantes más talentosos. También ocurre dentro del noventismo “más joven” –si se lo viera como un movimiento– con un poeta como Martín Rodríguez, tan emblemático por la gestualidad desafiante que adopta al recitar, por el uso de un lenguaje aparentemente sencillo y directo, porque escribe “mear”, “pedo” o “culo de gallina” o por la recurrencia al tópico generacional de la familia y la infancia: lo sorprendente, lo distinto en Rodríguez, es que, tanto o más que como temática, lo infantil aparece como visión sorprendida ante el enigma de un mundo que existe por su cuenta, y por lo tanto es expuesta en un discurso vacilante, carente de suficiencia, coloreado de tristeza y ternura, expectante y anhelante de sentido, todo lo cual remite bastante más a Gola, a Szpunberg, al primer Gelman o al primer Urondo que a cualquiera sea la poesía argentina que vino después.

vii) Por supuesto, Lamborghini lo hace porque es un maestro, y nadie podría esperar que todos los que escribimos seamos maestros. Si lo planteo es para hacer notar que una disyuntiva inevitable, en cierto modo irresoluble, una y otra vez se nos presenta en cada momento de la relación de cada uno y de toda la sociedad con la escritura. Qué importa más: la poesía –ese acontecimiento que sólo se produce al escribir o al leer– o la dependencia “poesía” de la institución literatura. O verifica uno las condiciones para alguna recepción favorable, así sea de un grupo restringido (casi siempre es de un grupo restringido), y después escribe o lee, o gana cierta capacidad de desoír las insistencias del entorno para escuchar un poco más lo que tiene para decir la poesía, es decir nada, es decir ninguna otra cosa que la poesía misma, con todo lo que en cada caso eso lleva aparejado.

Algo más
Vea y compare. “La fruta aún desconoce/ su nombre. Sabe entre otras cosas/ que es media tarde. Que/ alguien la mira posada en la frutera/ y que una gota que cae,/ lenta la abre con luz por la mitad" (…) "Pone la cebolla en la sartén/ demasiado segura de que es invierno/ demasiado temerosa del olor que se lleva su pelo/ de la consagración que humildemente/ la perfuma. Sabe y no/ que cocina/ que los círculos blancos de la cebolla/ pronto estarán dorados" (...) "Apenas un montón de plomo,/ nubes densas/ espuma, que pasan hasta detenerse/ en todo, e impedir/ en todo/ el reflejo del sol. Más cerca todavía/ de la superficie negra del agua/ y de la ausencia, de elementos/ construcciones gigantes,/ ruidos avasalladores, el viento frío/ con que se mueve un junco/ o el correr del agua/ entre grietas, musgos/ de ladrillos,/ hasta llegar, a la corriente alquitranada/ Elevaciones donde habría una voz/ Donde un alma vieja hallaría/ caminos, pasillos, salidas falsas,/ ventanas tapadas, influjos, reptaciones/ como sonidos/ de un sol extraño: a la deriva perros husmeando/ dóciles, con sus pelajes del color/ del descampado, húmedo, terrones sin pasto/ o amarillentos, y embarcaciones/ que parecieron no estar presentes/ allí, sobre la orilla durante un lapso.”
Estos tres textos fueron tomados de 8 poemas, de José Villa, que, en tanto director de 18 Whiskys, participa de Los Noventa, al igual que Sebastián Morfes, a cuyo “El jardín de los poetas” pertenecen los siguientes tramos: “El super astro de la pantalla grande/ brad pitt/ tiene un año de mierda./ El super macho de la pantalla brad pitt/ tiene menos de 35 años y está/ hecho mierda./ Solo/ siempre en una casa enorme/ mientras las minas/ -sus fans-/ se quedan solas y sueñan/ en filmar pedorras películas/ de sensacional éxito./ Pero eso no tiene nada que ver dice,/ el no se ríe con tinelli,/ pone cara de tinelli,/ tiene más guita que tinelli/ pero no es tinelli.// Pero el imperio se ríe con tinelli.// Cucurto vega,/ el poeta de los versos prístinos y potentes,/ le lleva unos poemas/ sin corregir casi,/ lo anima, le dice cosas lindas/ brad pitt no contesta,/ me llama y me dice:/ ¿Que hacemos con este, morfes?/ Y yo le digo/ hagamos una fiesta faraónica/ invitemos/ a bejerman,/ a andreini,/ dale./ (…) Estamos en lo de brad/ bailando los últimos hits/ de fabián casas,/ yo estoy con vanna y le digo,/ piano piano se va lontano./ Ella sonríe y baila./ La araña que se mueve/ imperceptiblemente/ el ritmo que nos mueve,/ cucurto con bejerman/ entablan raras sociedades,/ tales como bertoni, bochini/ tales anaximandro,/ castor y polux/ llach y mariasch.”
¿Qué sería entonces Los Noventa? O, mejor, ¿cómo sería? ¿La simpleza, la insignificancia y la literalidad que Helder y Prieto ven como valores noventistas están en Villa y Morfes por igual, si es que hubiera algún tipo de simpleza, insignificancia y literalidad en el poema de Villa? Es cierto que, si uno va a “Boceto Nº 2”, las cosas están expuestas como para que ambos quepan, como se hizo caber en Los Sesenta a Miguel Angel Bustos y Luis Luchi. No es que, poniéndose uno a revisar, no halle en Bustos y Luchi algún sustrato compartido –pienso en los componentes más profundos de un “espíritu de época”–, que podrá seguramente encontrarse también en Morfes y Villa, cuyas diferencias podrían adjudicarse a que uno está entre los últimos noventistas y el otro entre los primeros, pero que no me parecen mucho mayores que las que se dan, por ejemplo, entre Sergio Raimondi y Gabriela Bejerman. La cuestión estaría en la índole misma del encuadre a que responden rótulos como “poesía de los noventa” o “poesía joven”.
Encuadre: de eso se trata, de encuadrar lo diverso para poder mostrarlo, de presentar las cosas de cierta manera para dar visibilidad al conjunto. Una presentación en sociedad, como las viene habiendo en la vida literaria de este país desde por lo menos la Exposición de la actual poesía argentina de Vignale y Tiempo (1927), así como fueron presentaciones en sociedad El 60 de Alfredo Andrés en el 68, y en el 81 Lugar común, que entre otros reunía a Tamara Kamenszain, Jorge Aulicino, Pancho Muñoz, Marcelo Pichon Rivière y a mí, y en cuyo estudio introductorio Santiago Kovadloff detectaba "un repliegue autocrítico de la poesía", en busca de razones para aglutinar a tan heterogéneo conjunto y marcar significativas diferencias con los sesenta: “ahora los poetas escriben para saber qué quieren decir”. Lo especialmente productivo, más allá del reduccionismo a que tiende la operación misma, y como de paso, es lo mucho que esas presentaciones en sociedad suelen remover en los textos, todo lo que llevan a considerar en procura de argumentos y las ideas que ese despliegue desata, ver el trabajo de Helder-Prieto, o los de Porrúa y Mallol. En ese aspecto, un muy singular modo de considerar Los Noventa, y, a partir de ahí, pensar la poesía en general y la cultura general de este tiempo aparece en “Testimoniar sin metáfora, narrar sin prosa, leer sin libro”, de Tamara Kamenszain.

Objetivismo, neobarroco y poesía(s) de los noventa. ¿Existe o existió un movimiento objetivista en la poesía argentina? Yo diría que en algún momento empiezan a ser viables algunas opciones que antes no podían considerarse, eso es todo. Plantearlo en término de “movimiento” tiene sentido sólo si se quiere decir que algo en una serie de textos o en el modo de leer los textos parece apuntar en una determinada dirección, pero también propuestas más programáticas o más respaldadas en una batería teórica admiten un abordaje así. Más interesante que entender al objetivismo o al neobarroco como bandos en una contienda por la legibilidad o la aceptación pública creo que es ver en cada una de esas denominaciones una serie de posibilidades o un sistema de posibilidades, un modo de considerar y valorar que habilita ciertas elecciones a la hora de escribir o leer. Objetivismo o neobarroco como ángulos de enfoque, modos de pensar la poesía, máquinas de lectura, constelaciones de expectativas ante los textos: más que si hay un objetivismo o un neobarroco, importa cómo se lee desde el objetivismo o el neobarroco.
Son, por lo tanto, puestas en foco, y toda puesta en foco omite algo pero también algo revela y desata, algo hace ver. La antología Medusario muestra cómo una enorme diversad de poetas latinoamericanos puede ser leída “en neobarroco”, viendo lo que en sus textos hay de productividad neobarroca, y lo mismo puede hacerse con el objetivismo: es así que encontré un Tedesco o un Bielsa objetivistas, o que hasta puedo ver como objetivistas algunos de mis poemas. Y así se leerían también como objetivistas texto de Mario Varela, Villa, el Santiago Vega anterior a Cucurto o Ainbinder. O María Teresa Andruetto, o Raúl Artola, o el mismísimo Carrera, como antes se hizo con Giannuzzi. ¿Y no se podría leer en Hugo Padeletti un objetivista y un neobarroco al mismo tiempo? ¿Y como neobarroco El despertar de Samoilo?
Pero, si así fuera, si vistos de ese modo el objetivismo y el neobarroco existen, lo que no existiría entonces es la poesía de los noventa. Se puede hacer la prueba: eso que llevan a poner en foco Helder-Prieto, Muschietti, Kamenszain, Rubio o Dobry no hay cómo aplicarlo a todos los que aparecen involucrados cuando se dice “noventa”, de ahí tal vez que Mallol y bastante más Mattoni hayan querido mostrar “otros noventa”. Mattoni, en particular, en “Dos muchachos y una chica: tres poetas en los ‘90” atribuye a “una necesidad crítica de encontrar las diferencias más adecuadas para el calendario” los relatos que encuadran la nueva poesía en torno de “una suerte de neorrealismo, a la vez fragmentario y vinculado con los efectos de esa palabra que suele llamarse ‘política’ a secas”, desconfía del enfoque “que parece confiar en la inmediatez de lo real y en la posibilidad de transcribir lo hablado” y se aparta de “la crítica que celebra los aspectos menos íntimos y más desencantados de los poetas nuevos” para ocuparse de tres poetas (Cassara, Bossi y Carolina Cazes) en cuyos libros “nada pretende ser lo más nuevo ni descubrir un nuevo mundo de referencias”.
Neorrealismo, fragmentareidad, política, “lo hablado”, lo no íntimo y lo desencantado, “lo más nuevo”, “descubrir un mundo de referencias”: prácticamente una descripción de lo que en su libro Mallol llama “poesía chabona” y de aquello a lo que Rubio se refiere con “los que penetran en el centro del bloque de la actualidad” o en el “Ars poética” que abre su participación en Monstruos (aunque ese texto, al asumirse más como exposición de una poética personal, cobra otra dimensión). El hecho es que, guste o no, sea mayor o menor su capacidad de importar más allá de lo coyuntural o lo novedoso, algo efectivamente irrumpe con la “poesía chabona”. Que a su manera puede también ser un sistema de posibilidades, una máquina de lectura –¿Zelarayan, Darío Cantón, Manrique Fernández Moreno y ambos Lamborghini leídos en clave chabona?–, pero, si se la quiere pensar como “poesía de los noventa”, ¿a cuántos realmente alcanza? O, mejor, ¿a cuantos deja afuera? Belleza y Felicidad, por ejemplo, queda afuera, pero no Cucurto, que a su vez tiene bastante que ver con Belleza y Felicidad. ¿Y no había que forzar mucho la lectura para que no quede afuera Poesía civil de Raimondi, con su espíritu poundiano, sus referencias culturales, su apuesta a la reflexión intelectual, su léxico más libresco que identificable con algún tipo de habla, la ausencia de cualquier mención a los más notorios gustos y hábitos de los chicos y las chicas nacidos entre 1965 y 1975? ¿O basta con que sea realista y politizado, con que en algún momento escriba “hijo de remilputa” o con la pertenencia a Vox?
Que exista como sistema de posibilidades de escritura y de lectura una poesía chabona no quiere decir que en el mismo sentido exista la poesía de los noventa. Tampoco alcanza con el reparto entre “muchachos futboleros” y “chicas pop” que hace Anahí Mallol (o “realismo crudo” y “miniaturas banales y pop”), y tanto es así que Mallol al fin no alcanza a ver mucho más en común que 1) la conciencia de ser jóvenes (claro que prácticamente no considera a los que, como Casas, Villa o Edwards, están en el borde de los 40 años o lo pasaron), 2) la pregunta sobre cómo escribir después de Pizarnik, los Lamborghini, los sesenta y los ochenta, y 3) “una soltura que no pide permiso para decir lo que quiere”. Dejando de lado la ingenuidad teórica que implica suponer que alguien puede decir lo que quiere, o, peor, que “lo que se quiere decir” es escribible, y poniendo el foco en la fórmula “no pedir permiso”, en tanto gesto de autohabilitación para el uso de léxicos, referencias o temáticas que no encontraban cabida, me parece que sólo una mirada muy inmediata, “desde adentro” –la mirada de un partícipe– puede encontrar que eso se esté dando en Los Noventa, quiero decir que se esté dando más que en muchos poetas de treinta o cuarenta años antes (la “poesía de grano grueso” de César Fernández Moreno, por ejemplo), para no hablar ya de los gauchescos y los lunfardos o, yendo a fondo, tomar nota de que desde el romanticismo en adelante ese es un gesto que acompaña gran parte de los intentos de introducir algo distinto en la escritura poética, incluyendo a Baudelaire, Rimbaud, Carriego, Apollinaire, Maiakovski, Vallejo, la beat generation, Pasolini y el exteriorismo nicaragüense. Aunque sí en algunos casos, y únicamente en algunos casos, la “soltura que no pide permiso” aparece muy clara en Los Noventa como gesto de exhibición de soltura, como provocativa mostración de desprejuicio, y habría que pensar hasta qué punto esa no es una manera de pedir permiso.
En todo caso, si lo propio de Los Noventa fuera la conciencia de ser jóvenes, la pregunta sobre cómo escribir luego de que otros escribieron y el atrevimiento en la elección de recursos y temas, esos son datos que tienen que ver con la sociología de la escritura o de la conformación de grupos: poco o nada dicen sobre cómo entender la poesía. Salvo, y no lo descarto, que la nueva poética consista en dar a disfrutar el valor sociológico o histórico-cultural de los textos. Si no fuera así, “poesía de los noventa” o “poesía joven” no serían más que nombres, etiquetas, soluciones a la “necesidad de encontrar las diferencias más adecuadas para el calendario”. Dicho de otra manera: Los Noventa es una lista, una manera de imponer un tema en las agendas y apoyarse en él para encarar distintas cuestiones. Y esas cuestiones no carecen de interés. Si, en tanto poética, el noventismo no existe, sí existen o los poemas escritos por los de 18 Whiskys, La Mineta y La trompa de Falopo, primero, después por los de Vox y después por los de Poesía.com, Belleza y Felicidad, Zapatos Rojos, Amadeo Mandarino, Zorra Poesía, Maldita Ginebra y un montón de grupos o grupúsculos más, relativamente durables o efímeros, homogéneos o heterogéneos, y una enorme cantidad de gente suelta o que va mudándose de un grupo a otro (estos son, ya se sabe, tiempos de movilidad, de pertenencia inestable y de identidades tentativas). Más productivo que anunciar la buena nueva que nos traerían los jóvenes –que ya no lo son tanto–, y muchísimo más que creer en ella, sería –es– atender a los juegos de coincidencias, fricciones, divergencias, oposiciones, contrastes y parecidos que se pueden ir detectando, entre lo escrito por ellos, los noventistas, y con la poesía de otros momentos, incluidos tanto el objetivismo y el neobarroco como el coloquialismo de los 60. Y más todavía descubrir cuestiones que irrumpen con interés propio, por ejemplo la inusitada epifanía de lo real crudo que encuentra Kamenszain en la “posliterariedad” de algunos noventistas, aunque ella no dice que esto se verifica en algunos sino en Los Noventa en general.
Aun con las sospechas que no pueden no despertar sus guiños a la corrección política (“esa pulsión, que comparten la mujer, el trabajador y la gente de color es lo que está dando nueva vida a la poesía argentina”), es enorme y grosso el rumbo de pensamiento que Kamenszain abre al fijar la vista en la dificultad para simbolizar que halla en los nuevos poetas. La irrupción de lo desnudo, lo sin elaboración, la antirretórica descarada, la extremación del impulso que despuntaba en el objetivismo y 18 Whiskys, pero a un grado en el que ya no se puede hablar exactamente de poesía, sino de encuentro en bruto. Es, por supuesto, un punto de vista, un relato elaborado por el discurso crítico, un mito teórico que habilita un modo de leer. Interesantísimo y precario (en tanto esa lectura difícilmente se sostenga sin mantener con el motor en marcha en la cabeza el mantra del mito), y que aplicado como clave general de lectura puede impedir ver tanto como descubre, pero lo que importa es haber pasado por una afirmación como esta: “Estos poetas del nuevo milenio no escriben, si por escritura se entiende una operación meramente formal. Lo que hacen es forzar el punto de cese de lalengua hasta hacer aparecer lo real. Y eso, sólo eso, es lo que ellos testimonian.” Después, cada uno verá qué hace con lo que leyó.

“Cuando Rubio, Llach, Mariasch y Gambarotta eran todavía asistentes al taller de Carrera y Helder o por ahí andaban”. A propósito de lo que escribí en la nota 2, pego un mail de Santiago Llach: “a) Mariasch nunca fue a ese taller ni yo la conocí hasta1998, bastante después de, por ejemplo, publicar yo “Joda y espiral” y los premios del Diario [se refiere al segundo concurso de Diario de Poesía, en el que Llach compartió el primer premio con Santiago Vega, en tiempos en que D.G. Helder era secretario de redacción de la revista]. b) Yo mismo fui al taller unos pocos meses, y a Helder sólo lo vi dos veces entre esa época (1995) y el momento posterior al que me dieron el premio. A Gambarotta lo conocí recién en 1998, y con Rubio casi no hablé hasta ese año. Nunca participé de ninguna reunión de taller en la que estuvieran ellos. Me interesa aclarar esto porque, aunque tenga poca importancia, leo en vos la sospecha de que en ese taller se cocinó de algún modo ese momento de la poesía argentina que vos objetás”.
Cierto, es muy fácil leer que sugiero una maniobra más o menos planificada, y no sé si puedo negar que de algún modo especulaba con dar esa impresión. La ficción conspirativa, por supuesto, es una de las peores maneras de interpretar las cosas, pero una cuota de necesidad sigo pensando que hay en la puntualización que hice, no porque alguien estuviera moviendo oscuros hilos –tampoco descarto que algo se haya intentado– sino porque así suelen ocurrir las cosas en la historia de la literatura. Un dato al lado de otro dato, al lado de otro más, no demuestran nada, pero sirven como indicios de cómo se fue armando un consenso, y, por más natural y espontáneamente que se produzcan, los consensos “cocinan” tanto como las operaciones intencionales. Consenso: lo que se da por sentado que “hay que hacer”, sobre todo que “hay que hacer ahora”, “lo que pide la época”. No hace falta un cerebro calculador ni un programa: los consensos, en el campo literario, establecen su propia dinámica, su modo de autoabastecerse, sus gravitaciones, su apariencia de inexorabilidad. “Naturalización” es la palabra: la lógica que lleva a que ciertas cosas se impongan sin mucha consideración y generen entusiasmo o intimiden, no digo que sin conexión con reales condiciones del momento cultural en que surgen, todo lo contrario.
Lo que quise hacer notar, en todo caso, es que algo advino entre 1995, año de Poesía en la fisura, y 1998, año de “Boceto Nº 2”, algo aparece en la poesía que en el panorama imperante hasta ese momento no era factible y que marca alguna diferencia entre quienes fueron descubriendo el rumbo hacia el neorrealismo o neocoloquialismo de los noventa y quienes lo tomaron cuando ya estaba definido, que por otra parte no tenían por qué hacer suyos los rechazos y los afectos de quienes los precedieron. La mención del taller de Helder y Carrera intentaba –tal vez mal– simbolizar algo: Carrera, un neobarroco, y Helder, un objetivista, y además el objetivista que en el número 4 de Diario de Poesía, en el 87, se atrevió por primera vez a cuestionar el consenso establecido en torno del neobarroco, con el consiguiente escándalo y el confinamiento de la revista en el cuadro de los ignorantes o cándidos que creen en la transparencia del lenguaje. Diez años después, con Diario de Poesía ya afianzada en el campo literario y una buena cantidad de nuevos poetas formados con su lectura, lo que había sido un enfrentamiento deviene en una alianza o al menos un principio de entendimiento (es, más o menos, la época en que en Diario de Poesía empiezan a ser frecuentes los rescates de textos de Osvaldo Lamborghini y Perlongher). Puede no haber habido “cocina”, y en todo caso cualquier cocina que haya existido jamás habría bastado por sí misma, pero que existió un proceso que se fue dando de muchas maneras, en los textos y fuera de los textos, no hay duda.
“El fruto de la palmera/ fucsia, recién prendido/ puntudo/ con ganchillos de dulce de noche,/ soy miles colgada de él./ La variación perfecta del cactus/ en polvo// Tiene un ojo ventrudo/ lo abre/ es camelia/ lo cierra// y la miel del cacto, si, / viscosa, lenta; ¡Sí!, de lianas/ ofidias en rosa y jalde/ ciudadana de albercas fabiolas/ (...) La boda:/ es nuestra la crema enjuague universal/ ¿hay torta o tutú para las novias?// Cabeza de cactus/ la ópera liana/ Tucumán/ "el tropical tehuantepec"// En el fin de tarde se activan los verdaderos gladiolos. Con puntillí cosen todo el horizonte vegetal, lo es lo rojo. Tu granate selvático, aún, la respuesta de la tormenta, hallar”. Esto no es Perlongher ni nadie de los 80, es Gabriela Bejerman. En vez de intensidad y precisión, relajamiento y/o blandura, preponderancia de la metonimia y ya no de la metáfora, en vez de ficción de experiencia vital, la lectura como juego despreocupado. Casi exactamente el movimiento inverso al que va del neobarroco al objetivismo y del objetivismo a la primera poesía de los noventa. El hecho es que, ya cumplido su ciclo en la Argentina el neobarroco (¿sería aún neobarroco El vespertillo de las parcas?), bastante de su espíritu o unos cuantos de sus rasgos reaparecen en la segunda mitad de los 90: la lectura como un gozoso movimiento físico, muy sostenido en el paladeo material de la letra, que propugna Romina Freschi en Estremezcales, los matices lúdicos, el tono laxo y la atención a las sonoridades bajas que Fernando Molle introduce en el discurso neo-coloquial-realista, la trivialidad asumida como ingrediente estético o ideología liberadora en Bejerman, Fernanda Laguna o Cucurto (no en todo Cucurto).

• “El descubrimiento de la herencia sesentista que en general neorrománticos, neobarrocos y objetivistas habían confinado al museo de los desaciertos”. A Daniel Samoilovich le pareció injusta la manera en que en la nota 2 puse juntos al neobarroco y el objetivismo como enterradores del Sesenta. Me recordó que muchas veces me había comentado que, en tanto objetivista, veía en lo suyo una continuidad, cierto que reelaborada, del interés sesentista en el mundo inmediatamente visible y en las palabras concretamente utilizadas a diario por la tribu, me hizo notar que precisamente el objetivismo surgió de la necesidad de recuperar una escritura menos ensimismada en su propia exhibición, en tajante oposición al neobarroco y, sobre todo, puso el acento en una cuestión básica: a diferencia de los neobarrocos, nunca el objetivismo se planteó como ruptura o corte con la poesía anterior. Por el contrario, habría un intento de salirse de la superstición que establecía en la ruptura, la transgresión y el corte la garantía de que un texto merece ser considerado.
Es verdad, no sé si para todo el objetivismo pero sí para el suyo, el de Samoilovich. Pero también es verdad que en el objetivismo de Samoilovich está muy presente el sistema de convicciones que, inorgánica y desperdigadamente, fue desplegando a mediados de los 80 a través de comentarios de libros en Punto de Vista. A propósito de Rodolfo Alonso, de César Fernández Moreno, de Juan Gelman y de mi Diario en la crisis, se puede ver ahí todo un replanteo de las posibilidades de la poesía que, forzando las cosas, me animo a sintetizar en una frase, no dicha por un objetivista sino por un neobarroco, Arturo Carrera, en el 88, “escribimos en un lenguaje sin despotismos”. ¿Qué es lo que, para objetivistas y neobarrocos, suena despótico, no sólo en la poesía de los años 60 sino también en la de los 50 y bastante más atrás? Un lugar de enunciación relativamente fuerte, diría, un sujeto poético relativamente “completo” y con una posición asumida ante la existencia, que por lo general es una posición de beligerancia o rebeldía ante el orden de la realidad más visible (es decir, ante el orden social o cultural y/o moral que la sustenta, o ante los sentidos establecidos o la fatalidad de los destinos personales), y eso está tanto en el Gelman explícitamente político de Fábulas o Hacia el sur como en el fantástico-melancólico-existencial de Sidney West, y aun mucho más en Olga Orozco, Enrique Molina y Alejandra Pizarnik. Hay siempre alguien que relativamente sabe lo que quiere (incluso cuando sabe que no sabe, y lo hace saber), que no está en contradicción con su deseo o lo que percibe que es su deseo, aunque ese deseo lo conduzca a llevarse mal con el mundo.
Vista desde ese lugar “débil”, la poesía anterior era despótica, en tanto suponía un lector que se deja atrapar y lo pide, y en tanto se sostenía en el efecto de impacto de imágenes y procedimientos, cuando no, en los peores casos, de referencias ideológicas, o se postulaba instrumento para una batalla espiritual contra ciertas visiones del mundo (el “cambiar la vida” de Rimbaud, el “largo y razonado desarreglo de todos los sentidos”): las avasalladoras imágenes de Francisco Madariaga, la sensación de revelación súbita y de contacto con algo esencial que produce su lectura. De muy distintas maneras, con el objetivismo y el neobarroco deja de existir compromiso emotivo entre el poeta –el poeta de carne y hueso o el implícito en el poema– y el lector, la lectura es experiencia estética y/o intelectual, mucho más que vital. Eso, “lo vital”, es lo que queda desplazado en los 80, porque ni para Samoilovich ni para Carrera ni para mí existía la posibilidad de escribir si no era a partir de un distanciamiento, dado todo lo que había pasado en la poesía y fuera de la poesía, y eso –lo vital, la vibración existencial, la conmoción del contacto con lo que convoca la letra– es lo que recuperan, porque ya tienen otra historia, los primeros poetas de los noventa. Mejor ir a ejemplos: “Agua negra de las constelaciones/ oscuras nos arroja. placas./ Jadeamos de su motor. nos vamos/ a morir de sus perfumes./ Con un ataque así, que rota, nunca/ se sabe de quien es la derrota./ Esta bestia loca nos desata.” Esto pertenece a “El monstruo de ploymiren”, de Daniel Durand, un alucinado, como también lo es –de otra manera– Juan Desiderio: “Cómo pegan, compañero de la nada/ dura imagen de una vida que no cesa/ a pesar de los agujeros en su espalda/ y de manos que cortan lo que encuentran/ Tengo sed y dos entradas para abajo/ donde el santo pide a gritos su cerebro/ porque el mar atrapa todo lo que vuela/ y el sol va en autopista hacia occidente./ Voluntario en pintura de capilla/ viejo mono que patea lo que canta/ vendedor de escaleras para muertos/ comedor en ojos nuevos que lo marcan/ Al final, quiso pan y pidió sangre/ pensó que cristo saldría de lo eterno/ a correr por la parrilla de lo inútil/ y brindar con nosotros por el resto.” (“Argentina”, en el número 2-3 de 18 Whiskys, 1993). En “Desiderio Show. Algunas cuestiones sobre Desiderio”, José Villa anotó: “La influencia de Gelman. Un poeta que ha influido gravemente. El cantito gelmaniano, el diminutivo que destruye la prosa, no hay retorno. El sentimentalismo que destruye el trazo neutro. La comparación llana que toca los pies del lector. Pero por supuesto, Desiderio tiró la tuerca del realismo social y toda la metafísica que le inventó Gelman y empezó a girar en falso”. Lo que hay de continuidad con Gelman –con El Sesenta– y lo que hay de diferencia: el cantito, el diminutivo que destruye la prosa por un lado, y por el otro lado el girar en falso (como el propio Gelman, si se mira bien, desde Citas y comentarios en adelante, aunque habría que ver hasta dónde eso no asomaba en Cólera buey o antes).

• ¿Y si lo vemos de otro modo? Tal vez haga falta dejar sentado –porque alguien me lo preguntó– que no creo que “Los pichones de Morrison” esté entre lo mejor que escribió Edwards. Que me parece tan tendencioso e hiperbólico como la reseña en la que Rubio se ocupa de su autor, pero con la importante diferencia –un dato nada secundario– de que, al estar escrito como poema, no como crítica literaria o ensayo, su grado de tentatividad es mayor. Es ficción, como lo es la antológica catarata de insultos que en los 60 Madariaga escupió sobre “los poetas oficiales” (“Perros enanos entecos, tenéis a vuestro servicio los escribientes nacionales, pajarracos de la patria./ … / Principitos destronados de toda sangre de composición en la naturaleza./ Eugenios, Equis, Clauditos, perritos de ceniza”). Puesta en palabra de una sensación que es verdad en tanto se siente, exposición de una verdad que alguna necesidad y algo de una situación real pone sobre el tapete, y si me interesó este caso particular es porque se destaca sobre el conjunto de los discursos que se ocupan del tema, al mirarlo desde el lado de los perdedores (de un perdedor en esa batalla puntual). Quiero decir que “Los pichones de Morrison” consigue iluminar el auge del realismo de los 90 desde otro rincón, denunciar una operación: aparecer como realista, rebelde, conversacional y hasta politizado queda bien y puede ser una nueva vía para ser aceptado en los estudios de literatura argentina y en la institución literatura, pero no se podría llegar a eso sin estetizar, sin impostar, exactamente al revés de lo que suponen las interpretaciones que más circulan. En muchos aspectos me parece un texto cercano al poema-panfleto en que Pasolini se solidariza con los policías, nacidos en familias pobres, durante la ola de protestas que a fines de los 60 llevaron a cabo en Europa los estudiantes, hijos de burgueses o de pequeño burgueses. No digo que las cosas sean tal como las presentan Pasolini o Edwards, digo “¿y si probamos verlas de eso modo?”
Ver de otro modo: nunca voy a dejar de insistir en eso. Y no únicamente ver de otro modo lo que se está mirando, sino tratar de ver qué es lo que se dejó de lado por poner la vista en lo más visible, y que también está siendo dejado de lado en este artículo. Hasta principios de los 80, no eran muchos los que habían reparado en alguien que, como Giannuzzi, venía desde la década del 40 escribiendo una de las mayores obras que la poesía argentina produjo en el siglo que pasó: no se lo podía leer porque no entraba en la serie “cuarentismo-surrealismo-invencionismo-sesenta”. Menos como una hipótesis que como un juego, imaginé hace no mucho una antología o una historia –más discontinua, y por eso más interesante– compuesta por los que no entran en la serie “sesentismo-neorrománticos-neobarroco-objetivismo-poesía de los noventa” y el resultado es impresionante, más aun si se lo pone en diálogo con la serie.

• “La piedad y el pudor no cuentan para nada. Se los sabe por lo demás agentes de restricción”. No es por razones morales o ideológicas –aunque algo de eso debe estar presente– que pregunto, en la nota iv, qué es lo que se pierde en lo que celebran Helder y Prieto; la cuestión es literaria: el mito de la falta de restricción, el creer que se puede estar más allá y que termina, siempre, por devenir no sólo una nueva coartada facilitadora sino en una nueva coerción. Ya Borges escribió bastante sobre la obligación de ser desprejuiciado y audaz, la aplastante tiranía que ese prejuicio bobo impone a la escritura. La sensibilidad cero de Aira : ¿estamos ante una conquista o ante una excusa? Creo que ante las dos al mismo tiempo, o alternativamente: si vamos a los poemas, se verá que a veces, como siempre ocurre, la amoralidad y la trivialidad tanto pueden ser desencadenantes como lugares para resguardarse del riesgo de preguntarse por algo más. ¿Y no está ocurriendo esto último, si nos atrevemos a mirarla sin comprar su oferta, con una gran parte, tal vez la mayor parte, de la poesía de los noventa?
Formados en el objetivismo, Helder y Prieto seguramente recuerdan hasta qué punto la tentativa era algo así como “muy poco y no muy ambicioso pero firme, con valores objetivos, algo respaldado y consistente, por una cuestión de lucidez, de trabajo y de responsabilidad”. Mejor renunciar a cualquier tentativa omniabarcadora o ambiciosa porque había demasiada “verso”, demasiado engolosinamiento en los artilugios y las argumentaciones justificatorias. Lo sé por lo que hablábamos pero también por las lecturas más habituales de ellos dos, de Fondebrider y de Samoilovich, por la poesía y el pensamiento sobre poesía en los que se interesaban. Un poco poundiano en cierto costado, había un hartazgo de gestos vacíos y debilidades sostenidas nada más que en la pura teorización o en consensos mafiosos, y una necesidad de ir a lo seguro, aunque fuera poco. Pero que fuera, en palabras de Bayley, solvente. Hacerse cargo del trabajo, no dar por supuesta una aceptación ni producir para un cierto consumo, y menos que menos el que reclama la comunidad poética.
¿No contrasta eso con el imperio de un todo vale, siempre que no se salga de “lo que le toca hacer a esta generación”? Se lo puede ver desde el ángulo que propone Kamenszain pero también como un gesto de resignación: una literatura que acepta autolimitarse porque así le va bien. ¿Tiene algo de malo? No: la pregunta es hasta dónde eso basta, y hasta dónde eso, al ser presentado como se presenta, sofoca a través de la desautorización otras posibilidades (que existen, me consta, y estoy pensando en poetas tan jóvenes como los últimos noventistas o más), e incluso hasta dónde eso castra los textos que el propio enfoque pone de relieve: ¿no hay o podría haber otras cosas también, igual de interesantes o más, en Gambarotta, Rubio, Freschi o Marcelo Díaz?

• Lírica(s) y lirismo(s). “El énfasis, si existe, que sea paródico; las imágenes, que sean la condensación de un pensamiento y una percepción. Decir más sería caer en la elocuencia o en la teoría; dejo eso para cada lector. Me vuelvo a tomar mate en esta tarde gris donde todas las cosas parecen vencidas por la ley de la gravedad y en que el ladrido de un perro parece ser la única forma en que la música del mundo está dispuesta, hoy, a sonar.” Me impresiona mucho, y me da mucho que pensar –esto dicho sin la menor ironía– un texto en el que, como en el “Ars poética” de Rubio, un autor muestre una conciencia tan ajustada e inteligente de sus propias posibilidades, sus propias aspiraciones, su propia experiencia, y lo pueda expresar tan precisa y bellamente, y lo vincule tan bien, con imágenes concretas, a cierto estado espiritual básico en que esos recursos y convicciones se sostienen, y que todo eso que dice tenga efectivamente que ver con los poemas que, por lo que conozco, ese autor escribe. Pero antes, para permitirse decir eso, parece que Rubio tenía que tirar alguna estantería: “La lírica está muerta ¿Quién tiene tiempo, habiendo televisión por cable y FM, de escuchar el laúd de un joven herido de amor?”
¿Eso, “el laúd de un joven herido de amor”, es la lírica? No importa que se las lleve a cabo consciente o inconscientemente, las políticas de poder en el campo literario existen y suelen dispararse a propósito de cualquier cosa, así sea escribiendo sobre el tetrástrofo monorrimo alejandrino en Gonzalo de Berceo. Y el que pueda no sorprenderse contaminado por algún tipo de especulación de poder cuando escribe o piensa sobre poesía en la Argentina que tire la primera piedra. Y uno de los modos en que las políticas de poder se ejercen en los textos críticos es la guerra de interpretaciones: la interpretación de un texto –o de una serie de textos, o de una poética– contra otra. Algo en el objeto queda puesto en foco, algo se ignora y algo se destaca, que puede o no estar realmente ahí, en ese conjunto de palabras que se llama poema. Filiaciones, rupturas, que al establecerse conducen la lectura o el interés del lector en determinada dirección. Más o menos de la manera en que excluye del noventismo más joven a los que buscan algún entronque con Los Sesenta, Alejandro Rubio declara obsoleta la lírica, sin ver o sin querer ver que Martín Rodríguez está más directamente vinculado a los sesenta –o al menos a una franja de los sesenta– que cualquier integrante de 18 Whiskys o La Mineta, y que su poesía es tan lírica como la de Desiderio y Villa.
¿O qué es lirismo sino cierto temblor que impregna las palabras y las magnetiza? Algo que a partir del objetivismo Villa y Desiderio conquistan, junto con Casas, Durand y Edwards, es la capacidad de ser sensibles de la que el objetivismo recelaba y de la que el neobarroco se burlaba hasta que Arturo Carrera pudo hacerla suya y, a partir de ahí, entrar de lleno en el tramo más sustancioso de su obra. Al margen, esto me escribía Carrera en el mail de hace un par de años: “Preferiría hablar sí de cierta soberbia, sí, en aquellos libros primeros, pensando inmediatamente en las palabras de Charles Olson cuando en su famoso texto del verso proyectivo habla de una función incluso ética de la poesía: el poeta escuchando ese circuito rítmico que él discierne tan bien, y al mismo tiempo celebrando la umilitas (es la palabra que él utiliza), una posición sin duda nueva de los poemas ante la adversidad del mundo. Mi umilitas consiste en haber comprendido esa lección, con un gran afecto, una gran desesperación por cumplirla”. Casualmente o no, esto escribe Villa: “Una de las cuestiones que Desiderio ha manejado a lo largo de su obra es ese criterio de originalidad, esa manera, digamos, de escuchar su propia música, de recabar sus propios datos y procesarlos. Una manera, por decirlo así, de decodificar la geometría del entendimiento.”
Pero si Desiderio y Villa no entran, por incapaces de penetrar en el bloque, dentro de lo considerable, ¿qué máquina de interpretación impide percibir en Rodríguez “el cantito gelmaniano, el diminutivo que destruye la prosa, el sentimentalismo que destruye el trazo neutro”? Lirismo: “decir lo que sin palabras se dijo. lo que llama. lo que no/ dice. cuando uno casi muerto como un perro muerto/ para no caer espera. ya no del silencio. trascender la palabra trascender el silencio. como quien cerrando los días.” (María Medrano). Lirismo: “Todo un dolor trae asterisco/ que dice ‘aclarar dónde’,/ entonce hay que decir ‘acá’,/ señalando con el dedo./ (Pero) yo tengo un dolor/ que sólo tiene lasterisco,/ et que se perdió laclaración.// Cuándo hubo aclaraciones de un dolor.” (Ariel Williams). Lirismo: “Y qué tan áspera la tarde, la que fuera/ qué tan amarga si amara lo que nunca,/ si nunca en vías del ido entre sus brazos,/ fuera nunca por nones tras el no.” (Marcelo Díaz). Son tres poetas de los noventa que no parecen necesitar del laúd para encontrar lírica en su antilírico presente, como pertenece también a un poeta de los noventa un tramo de prosa tan cargado de fuerza lírica como el que, a la manera de quien deja ver una herida sin autocompadecerse ni avergonzarse, cuenta: “me vuelvo a tomar mate en esta tarde gris donde todas las cosas parecen vencidas por la ley de la gravedad y en que el ladrido de un perro parece ser la única forma en que la música del mundo está dispuesta, hoy, a sonar.”

* Texto escrito para Tres décadas de poesía argentina. 1976-2006, Libros del Rojas, Buenos Aires, 2006.

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